"Pero su alma estaba desquiciada. A solas en esa selva, había mirado dentro de sí mismo, y ¡por todos los cielos!, había enloquecido", escribió Joseph Conrad en El corazón en tinieblas tras su descenso del río Congo. Desde entonces, y Apocalypse Now mediante, Kurtz se ha convertido en la metáfora de todo el horror del que el ser humano es capaz. Era cuestión de tiempo que Colombia, país que del tema sabe un rato, hiciese su propia versión de esta bajada a los selváticos infiernos. Y eso, y muy bien hecho, es Monos, tercera película de Alejandro Landes que, tras su estreno en Sundance y su paso por Berlín, llega al Festival de San Sebastián para competir en la sección Nuevos Horizontes.
Monos nos lanza a lo alto de una montaña, entre riscos y barro, donde una guerrilla de adolescentes reciben un duro entrenamiento de manos de "La Organización". Landes no especifica qué es esa organización -aunque por ahí ronda la idea de las FARC-, centrándose en cambio en presentarnos, uno a uno, a cada uno de los integrantes del grupo: el andrógino Rambo (Sofia Buenaventura), Lobo (Julián Giraldo) y su prometida Lady (Karen Quintero), los chicos Boom Boom, Pitufo y Perro, la Sueca (Laura Castrillón) y Patagrande (Moisés Arias). La misión que los une es custodiar -y torturar- a una doctora secuestrada por La Organización e interpretada por Julianne Nicholson.
Solos en medio de la nada, con alcohol y metralletas, las cosas empiezan a salir mal. Son chavales, y como chavales con las hormonas revolucionadas y litronas a mano, el secuestro se les va de las manos. Precisa refugiarse en la selva a través de una preciosa elipsis a cargo de Landes, donde esta pandilla otrora ¿Quién puede matar a un niño? se convierte más bien en El señor de las moscas, mientras la doctora, víctima y, a la vez, qué interesante esto, madre de todos ellos, prueba desesperados intentos de huída. Todo apunta en Monos hacia un único lugar, como en el río Congo, hacia el salvajismo, hacia la locura, sobre todo cuando -brillante plano final- dejamos de saber quién es secuestrador y quién secuestrado. Prueba de ello es la música de Mica Levi: truenos, sintetizadores, tambores y orquesta. O la mirada de Landes a la violencia, siempre más perversa que si fuera explícita. Esa sutileza con la que va convirtiendo el terror en una experiencia cinematográfica sublime, como un viaje alucinógeno en medio del campamento militar. El resultado es horroroso y a la vez bello, una paradoja como para perder la cabeza.
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