PG-13: Para (casi) todos los públicos

Ésta es la historia de cómo el 'blockbuster' moderno descubrió que el trece era el número de la suerte.
PG-13: Para (casi) todos los públicos
PG-13: Para (casi) todos los públicos
PG-13: Para (casi) todos los públicos

Padres furiosos, niños con pesadillas, exhibidores cabreados, los medios de comunicación exaltados… Y todo por culpa del insensato que hizo los tráilers. En Hollywood buscaban un chivo expiatorio y les habría servido cualquiera. Disfrutando aún de los ingresos en taquilla de la primera era dorada del blockbuster moderno, en mayo de 1984 los grandes estudios estaban tan acostumbrados a las buenas noticias que, por falta de hábito, un contratiempo podía provocar situaciones de pánico. Los nuevos escenarios que había traído la generación de cineastas liderada por George Lucas y Steven Spielberg hasta ese momento habían sido siempre favorables. Salvo algún tropiezo –¿quién se acordaba de 1941 (1979) viendo las recaudaciones de En busca del arca perdida (1981) y E.T. (1982)?–, habían recorrido el camino de baldosas amarillas canturreando y cogidos de la mano del público. Más que una historia de amor, efímera y expuesta a los vaivenes emocionales, la relación que se había establecido era de amistad inquebrantable. Sus apellidos en el cartel, ya fuera en calidad de directores, productores o padrinos, eran garantía de fantasía para toda la familia. Podías confiarles a tus hijos una tarde con total confianza, que no volverían diciendo ni una mala palabrota y se quedarían plácidamente dormidos en el asiento trasero del coche camino de casa.

Nadie podía esperar que Spielberg, el niño grande que había alimentado sus sueños durante aquellos años, sería el responsable de que los más pequeños se despertaran en medio de la noche, atemorizados por rituales sangrientos y explosiones de vísceras.

CON EL CORAZÓN EN LA MANO

Indiana Jones y el templo maldito se estrenó en EE UU el 23 de mayo. La nueva aventura del arqueólogo se abría con un número musical, había gags con elefantes y tenía a un chaval, Tapón (Jonathan Ke Quan), como compañero de fatigas de ‘Indy’. Lo que casi nadie esperaba es que también hubiera un menú que incluía sopa con ojos, sesos de mono servidos en su cráneo, escenas de vudú y magia negra, y como postre, a un temible hechicero, Mola Ram, que sostenía en su mano el corazón palpitante de sus víctimas.

El giro gore de Spielberg y Lucas no afectó a la taquilla. Con 180 millones de dólares de recaudación en EE UU, los cines se llenaron igualmente. Pero también los informativos y los periódicos con quejas de padres que habían visto a sus hijos “aterrorizados” en la sala. El certificado PG que acompañaba a la película sugería la supervisión de los progenitores pero resultaba insuficiente. ¿Es que en Hollywood nadie pensaba en los niños?

En circunstancias normales un par de semanas habrían bastado para que la polémica fuera sustituida por otra. No dio tiempo. Cuando se iban a cumplir llegó a la cartelera Gremlins, dirigida por Joe Dante y producida por, qué poca vergüenza, el tío Steven.

MICROONDAS EXPANSIVAS

“Llevaron a niños de cuatro años pensando que iban a ver algo parecido con un bichito haciendo monerías”, recordaba Joe Dante en 2004. “Warner la promocionó como si fuera un nuevo E.T. aprovechando el crédito de Steven. En los tráilers de la película ni siquiera salían los clones malvados de Gizmo”. Padres furiosos y niños asustados: el montador de los tráilers os había engañado.

Las barrabasadas de unos bichos verdes que fumaban, bebían, atemorizaban a ancianas y provocaban el caos no fueron, sin embargo, los motivos que reactivaron la polémica. De hecho, ellos eran las víctimas. Un gremlin dentro de una batidora y otro explotando en un microondas fueron la gota que colmó el vaso. De nuevo una película PG, para casi todos los públicos, ofrecía imágenes a niños que muchos consideraban propias del cine de terror.

“Yo creé este problema con El templo maldito, que muchos me recriminaban que debería haber sido calificada R (mayores de 17 años)”, reconoció entonces Steven Spielberg. “Y ha sucedido lo mismo con Gremlins. Así que yo traigo la solución: otra categoría más por edades”. Llevó la sugerencia a Jack Valenti, colaborador del presidente Lyndon B. Johnson que desde 1966 presidía la Motion Pictures Association of America, el órgano entre cuyas funciones estaba decidir qué calificación obtenía cada estreno que llegaba a la cartelera.

Valenti, personaje imprescindible de Hollywood durante medio siglo, había inventado el sistema de categorías vigente, que dividía las películas en las aptas para todos los públicos (G), las que incluían cierto material sensible que los padres debían juzgar (PG), las que por su contenido sólo podían ver mayores de 16, luego 17 años (R) y las que eran sólo para adultos (X), nomenclatura que pronto se apropió el cine pornográfico.

Otro se habría tomado la propuesta formal de Spielberg como una insolencia imperdonable, pero el bueno de Jack era tan estrella como cualquiera de los que tenían su nombre en el Paseo de la Fama y, a pesar de ser un funcionario –el séptimo mejor pagado de EE UU–, le gustaba sentirse parte de la comunidad cinematográfica de Hollywood.

JUGÁNDOLO TODO AL 13

Aunque el director de Tiburón –otro caso de PG dudoso– había pensado en poner el límite en los 14 años, Valenti lo estableció finalmente en 13. “Es una edad en la que la mayoría de los chavales distingue entre realidad y ficción”, explicó en 2004 cuando abandonó el cargo. “Además, comienzan a tener cierta independencia respecto a sus padres”.

El PG13 quedó oficialmente presentado el 10 de agosto de ese mismo año con Amanecer rojo, la historia de un grupo de adolescentes que dan respuesta armada a una invasión soviética de los EE UU. La dirigía John Milius, probablemente el más voceras e incorrecto del grupo de amigos cineastas que formaba con Spielberg, Lucas, Coppola y Scorsese.

Producción modesta protagonizada por actores que prácticamente debutaban como Charlie Sheen, Patrick Swayze o Jennifer Grey –estos dos últimos repetirían tres años más tarde en Dirty Dancing–, consiguió uno de los mejores fines de semana de estreno aquel año y se situó entre las 20 películas más taquilleras de 1984. Como no podía ser de otra manera viniendo de Milius, su PG13 venía justificado por la cantidad de violencia que contenía. En total, 134 acciones sangrientas, una cada 2,2 minutos, un récord que reflejó el Libro Guinness.

Sin embargo, Amanecer rojo había hecho algo más importante: dar visibilidad a un público que hasta ahora había pasado desapercibido. La franja de los 13 a los 17 por fin tenía un espacio propio. Demasiado jóvenes para las películas para adultos (R), demasiado adolescentes para aceptar que veían lo mismo que sus hermanos pequeños (PG), eran además los espectadores más reincidentes. En la era de los multicines y el ocio de centro comercial, resultaba que eran un nicho al que no le importaba pagar para ver de nuevo una misma película si le había gustado. Un chollo, vamos.

Ni siquiera se perdió a los que por edad quedaban excluídos con el PG13, porque se impuso algo que el cine de serie B había interiorizado desde hacía décadas. Como reflexionaba Joe Dante, un director que había mamado de aquellas películas de terror, monstruos y promesas sexuales: “Un chaval de 13 años no quiere ver una película para niños, pero un niño vería cualquier película que quieran ver los chicos más mayores”.

Spielberg, orgulloso de su creación, lo resumió años más tarde con un símil más comestible. “El PG13 permite que le pongamos un poco de salsa picante a las películas”.

SEXO, VIOLENCIA Y BLASFEMIA

A Amanecer rojo le siguieron meses más tarde Dune, The Flamingo Kid –la primera en recibir la nueva calificación, aunque se estrenara más tarde– o Johnny peligroso. Hoy cuesta horrores encontrar alguna similitud entre ellas, seguramente porque el comité que las juzgaba aún andaba algo desorientado. Lo que es seguro es que algunos entendieron esta nueva categoría como una oportunidad para meter algo más de carne en comedias de enredo rijosillas a mayor gloria de los cómicos de moda. Dos tipos tan poco agraciados como Gene Wilder en La mujer de rojo y Dudley Moore en Micki y Maude se rodeaban de mujeres hermosas y satisfacían sus bajas pasiones y de paso las del varón medio.

Si alguien pensaba que este despendole iba a durar mucho, es que no conocía a la MPAA. El PG13 comenzó a penalizar el contenido sexual, mientras hacía la vista gorda con la violencia, siempre y cuando no fuera “persistente o realista”. Se aceptaba “el desnudo breve o fugaz”, pero no mostrar un coito. Podían decirse tacos –el número de “fucks” permitidos aún hoy es un enigma– pero no emplearse en un contexto sexual.

Mientras, Los cazafantasmas, que se había estrenado en junio, llevaba un PG que hacía dudar a los escarmentados padres de un nuevo caso Gremlins. Por el otro lado, Superdetective en Hollywood –estrenada el 5 de diciembre– era calificada como R por su violencia explícita y la boquita de Eddie Murphy. ¿Por qué no habían recibido ninguna de las dos películas más taquilleras del año un PG13 que parecía diseñado para ellas? ¿Había facilitado eso que ambas superaran a sus dos inmediatas seguidoras, El templo maldito y Gremlins?

LA EDAD DEL BLOCKBUSTER

Si en algún momento en el seno de Hollywood se tuvo alguna duda sobre la conveniencia de mantener esta nueva categoría, pronto se disiparon. En palabras del periodista Rich Juzwiak, recordando la primera película PG13 que vio en el cine, Todo en un día (1986), “era como un rito de iniciación, pero uno ligero”.

Una experiencia al límite asumible. O lo que es lo mismo, una definición del blockbuster, el exitazo que llenaba todas las salas de multicines que había anticipado la revolución iniciada por Tiburón en 1977. Nada mejor que un rápido vistazo a la lista de las 10 películas con mayor recaudación de todos los tiempos. Avatar, Titanic, Los Vengadores, Iron Man 3, El retorno del rey… Todas menos Frozen son PG13. Incluso el fin de la saga Harry Potter, que empezó siendo para todos los públicos en su primera entrega, acabó subiendo el listón para oscurecerse.

Ahora, en algún despacho, rodaje o sala de montaje, hay gente metiendo una palabrota, suavizando un disparo a bocajarro o insinuando un desnudo para conseguir que al menos dos tercios de un comité den a sus películas el sello que coloca en el carril del éxito. Todos quieren un PG13.

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Este artículo se publicó originalmente en el número 224 de CINEMANÍA correspondiente al mes de mayo de 2014.

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