[Muestra de Cine de Lanzarote 2019] 'L'Île aux oiseaux': En memoria de Brooks Hatlen

El segundo largometraje de Sérgio Da Costa y Maya Kosa inaugura la Sección Oficial de la Muestra de Lanzarote.
[Muestra de Cine de Lanzarote 2019] 'L'Île aux oiseaux': En memoria de Brooks Hatlen
[Muestra de Cine de Lanzarote 2019] 'L'Île aux oiseaux': En memoria de Brooks Hatlen
[Muestra de Cine de Lanzarote 2019] 'L'Île aux oiseaux': En memoria de Brooks Hatlen

Cualquiera que haya visto Cadena perpetua (Frank Darabont, 1994) se acordará de Brooks Hatlen (James Whitmore), el viejo recluso que ejercía como bibliotecario en la prisión estatal de Shawshank. Su suicidio, tras obtener la libertad condicional, respondía a la imposibilidad de establecer un pacto de convivencia con una realidad hostigadora, completamente diferente a la que había dejado cuando entro en presidio, medio siglo atrás.

A priori, ninguna consonancia estilística o narrativa nos empuja a hermanar la película de Darabont -o incluso El hombre de Alcatraz (John Frankenheimer, 1962)- con L’île aux oiseaux/Bird Island (Sérgio Da Costa & Maya Kosa, 2019), mestizaje fílmico en el que la historia de superación, el documental científico y el estudio sociológico se abrazan felizmente, y sin embargo todas estas propuestas promueven una reflexión sobre las dificultades de la reinserción. Son, en definitiva, obras en las que los excluidos, lo mismo un convicto que un enfermo que un parado de larga duración, lidian con su condición en un entorno aislado.

El segundo largometraje de Kosa y Da Costa, que abrió la Sección Oficial de la Muestra de Lanzarote tras estrenarse en Locarno y pasar por Zabaltegi, arranca con un trio de secuencias que condensan el potencial analítico de una película tan sorprendentemente breve -apenas 60 minutos- como rica en significados. En el primer bloque secuencial observaremos como alguien coloca moras, gusanos o un trozo de manzana en las ramas y los troncos de unos árboles. Ninguno de esos elementos desentona en un entorno boscoso, mimetizándose con el ambiente hasta el punto de que, de no mediar las imágenes precedentes, uno podría pensar que esas moras o esos gusanos pertenecen al lugar. Acto seguido, los pájaros acudirán a esos enclaves para nutrirse.

La naturalización de esos añadidos puede leerse como metáfora de una película que parte de una situación y espacio reales -la llegada de Antonin (Antonin Ivanidze) al Centro de Rehabilitación Ornitológica de Genthod- alrededor de los cuales se construye un relato mínimo. Así, al sustrato documental se le van superponiendo estratos dramáticos hasta formar un macizo uniforme en el que la base real y los agregados ficcionales se tornan indisociables. Si la intervención de los trabajadores del centro, proporcionando alimento a los pájaros en fase de recuperación, facilita su retorno a la naturaleza, la labor dramatúrgica de los realizadores resignifica la realidad añadiéndole capas de complejidad.

La segunda secuencia es el perfil de un ave rapaz. La cámara la observa fijamente al tiempo que captura el sonido del motor de un avión. Bird Island nos sitúa ante una estremecedora paradoja: mientras fuera del centro ornitológico, situado junto a un aeropuerto, los aeroplanos inician sus maniobras de despegue, en el interior los pájaros apenas pueden levantar el vuelo. Las consecuencias de este planteamiento que el filme explota de manera tan sutil como continuada van mucho más allá. En primer lugar, porque a partir de la puesta en escena y de la interpretación de los actores equipara el cautiverio animal con el de las personas que trabajan en Genthod -como en el caso de Antonin enviados allí por los servicios sociales para recuperarse de una enfermedad y de su tendencia a la depresión- de ahí que Kosa y Da Costa filmen igual a pájaros y hombres (de perfil o en ligero escorzo) y reduzcan al mínimo la expresividad interpretativa acercándose al concepto de actor-modelo bressoniano. En segunda instancia, porque la película vincula, de nuevo de manera casi subliminal, la ubicación del aeródromo con el incremento de aves heridas e impugna la irresponsable injerencia humana en el medio forestal. La mano del hombre como causante del desastre y, a la vez, como fuerza sanadora.

El final de lo que, de manera arbitraria, hemos decidido denominar como bloque inicial es el plano de presentación de Antonin, un reencuadre que utiliza la puerta de entrada del animalario para encerrarlo -y que se repetirá, formulado de maneras distintas, en no pocas ocasiones- preludio de una aterradora mise en abyme: los ratones que sirven de alimento para las rapaces están confinados en jaulas; a su vez, los pájaros permanecen presos en sus aviarios y, por último, los trabajadores se hallan recluidos en el centro de rehabilitación, quien sabe si el pacífico purgatorio que culminará con el milagro de la reinserción o la antesala de la muerte que espera más allá de sus puertas.

En su fecunda ambigüedad, L’île aux oiseaux nos da motivos para creer en las dos opciones porque, como Brooks Hatlen, Antonin tendrá la oportunidad de regresar al mundo: su salida para liberar a una lechuza ya recuperada terminará en repentina fuga. Días después se desmayará junto a una de las pistas de aterrizaje del aeropuerto vecino y será devuelto al centro, donde terminará el proceso de formación para sustituir a su mentor. Como el viejo bibliotecario, Antonin sigue sin poder vivir en exterior, solo que él tendrá la suerte de volver a la cárcel y a sus pájaros.

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