[Berlín 2013] De la farmacia al psiquiátrico

La intriga psicofarmacológica de Soderbergh es excesiva y a la vez demasiado seria, mientras Juliette Binoche hace una de sus mejores interpretaciones con Dumont. Por NANDO SALVÁ (Berlín)
[Berlín 2013] De la farmacia al psiquiátrico
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[Berlín 2013] De la farmacia al psiquiátrico

En una escena de Camille Claudel 1915, Juliette Binoche contempla primero entre risas y luego entre desconsolados llantos a una pareja de disminuidos psíquicos sobre un escenario, representando un montaje teatral de Don Juan. En otra, la actriz francesa camina sin rumbo por una estancia rodeada de otra docena de discapacitados que chillan, ríen de forma descontrolada, gimen y babean. Ambas son buenos ejemplos de por qué este acercamiento a la figura de la tráfica escultora –hermana del escritor Paul Claudel, amante de Auguste Rodin— no tiene nada que ver con el melodramático acercamiento que en 1988 llevaron a cabo Isabelle Adjani y Gérard Depardieu. No solo porque la película captura a Claudel durante solo unos días de las tres décadas que pasó encerrada por su familia en un hospital psiquiátrico sino porque, después de todo, quien haya oído hablar de Bruno Dumont, director de Camille Claudel 1915, sabrá que es uno de los cineastas actuales más naturalmente dotados para visitar los territorios más espeluznantes del ser humano y, en general, para dar genuino mal rollo.

Para ello recurre casi siempre a actores no profesionales, pero se entiende que en este caso haya cambiado de táctica: solo una actriz como Binoche es capaz de encarnar a una mujer que no solo era la imagen misma de la tragedia, sino que transitaba de forma agresiva por emociones extremas y hacía equilibrios sobre la borrosa línea que separa la cordura de la demencia. En uno de los mejores trabajos interpretativos que se le recuerdan, Binoche nos pasea por un variado paisaje de emociones complejas que confirman a Dumont como uno de los grandes topógrafos de la atormentada interioridad del ser humano.

Sin contar Behind the Candelabra, el biopic del excéntrico pianista Liberace que ha rodado para la HBO pero que fuera de Estados Unidos se estrenará en cines, Efectos secundarios es la última película de Steven Soderbergh, entendiendo “última” no por “la última que ha hecho” sino “la última que tiene pensado hacer”. Eso significa que ha rodado 27 películas en 24 años, una marca más que considerable que deja clara una cosa: el tipo cuando menos se merece un descanso. En todo caso, es una pena que su película de despedida no sea un poco mejor. Efectos secundarios podría definirse como una intriga psicofarmacológica. Eso en cristiano vendría a significar que utiliza las herramientas del thriller para funcionar a modo de reflexión seria sobre cómo la sociedad occidental ha vendido su alma y entregado su sentido común a la industria farmacéutica –todas las películas de género de Soderbergh tienen coartada intelectual--, aunque luego sea tan solo una serie B compuesta de sonambulismo, intentos de suicidio, brotes psicóticos, episodios lésbicos y como mínimo tres giros argumentales de los que provocan arqueos de ceja.

En otras palabras, el tipo de material argumental con el que Brian De Palma habría hecho una deliciosa locura. Lo que pasa es que Soderbergh no es De Palma. A Soderbergh las locuras no le salen naturalmente, tiene que esforzarse para extraerlas de su cabeza fría y calculadora, y aquí ese esfuerzo se nota demasiado. El resultado es una película demasiado excesiva para ser tomada en serio, y demasiado seria para funcionar como puro delirio.

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