'Succession': ¿TV de vanguardia, o culebrón de lujo?

La serie estrella de la plataforma ha revivido elementos ya empleados por 'Dinastía' o 'Falcon Crest' en los 80.
Imagen promocional de 'Succession' T4.
Imagen promocional de 'Succession' T4.
HBO Max
Imagen promocional de 'Succession' T4.

Una familia obscénamente rica, presidida por un magnate cruel. Unos hijos criados a palos para que sean tan malos como su padre, que se relacionan entre ellos a zarpazo limpio. Y, en torno a ellos, un panorama repleto de tiburones dispuestos a devorar su fortuna, cuya amenaza podría suponer un motivo para que el clan una sus fuerzas, para lanzar a sus miembros a una guerra donde "sálvese quien pueda" será la única ley, o para ambas cosas.

¿A qué nos recuerda esto? Pues posiblemente al argumento de Dinastía, uno de los culebrones más legendarios de la TV estadounidense. Pero también vendría al pelo como sinopsis de Succession, la serie de HBO Max que acaba de llegar a su final entre aplausos que rozan lo hiperbólico.

A lo largo de cuatro temporadas, Succession se ha ganado fans incondicionales, dispuestos a jurar que es lo mejor que le ha pasado a la TV 'de calidad' desde el último salto a negro de 'Los Soprano'. Algo que no nos extraña, porque retrata el mundo financiero con un cinismo a dos pasos de la farsa grotesca, ofreciéndonos un catálogo de personajes tan despreciables como forrados  a los que uno adora odiar.

Dada su condición de saga familiar, y siendo sus protagonistas tres hermanos (Roman -Kieran Culkin-, Ken -Jeremy Strong- y Siobhan -Sarah Snook-) que conspiran a la sombra de un patriarca tiránico, más de uno se acordará al verla de los Lannister de Juego de tronos. Pero aquí vamos a defender una idea muy distinta.

Y esta idea es que Succession ha funcionado como una versión 2.0 de los culebrones 'de amor y lujo' que imperaron en la pequeña pantalla durante los 70 y los 80. Hablamos de esa estirpe que en España recordamos por Dinastía, por Dallas y por la más mítica de todas en nuestro país: Falcon Crest.

Peores que Angela Channing

Para empezar, y al igual que sus predecesoras, Succession ha basado buena parte de su atractivo en las muestras conspicuas de riqueza. Tanto el magnate Logan Roy (Brian Cox) como sus vástagos cogen el helicóptero como otros pillan un Uber, habitan en guaridas de superlujo y visten prendas que cuestan un año de tu sueldo. 

Claro que, como su territorio es Nueva York, dichos apartamentos tienen menos metros cuadrados que las mansiones habituales en el género. Pero si nos ponemos a valorarlas según el precio del metro cuadrado en Park Avenue, seguro que cuestan tanto o más que los casoplones de Colorado (Dinastía), Texas (Dallas) o el californiano valle de Tuscany (Falcon Crest). Será por millones…

'Succession': Así ha resucitado HBO al culebrón de lujo

Por otra parte, y como ya hemos dicho, buena parte del atractivo de este show se basa en los odios entre padres, hijos y hermanos. La serie no pretende ser innovadora con esto: cualquier guionista sabe que no hay nada como una familia (y si es rica y poderosa, mejor) para engendrar rencores y pergeñar vileza.

Asimismo, dado que esas rencillas vienen motivadas por el resentimiento, la codicia y la envidia, apenas podemos hallar diferencia entre las quisicosas de los Roy y las de los Carrington, los Ewing y los Channing-Gioberti. Si no reconoces esos apellidos, no te preocupes: seguro que tus padres los identifican a la primera. 

Lo que sí supone una novedad es el intríngulis que la etapa actual del desarrollo capitalista ha añadido a las tramas de Succession. Líneas argumentales como el escándalo sexual en los cruceros de Waystar RoyCo, o el enfrentamiento final contra Lukas Mattson (Alexander Skarsgård, caricaturizando al tecno-magnate sociópata al estilo de Steve Jobs Elon Musk) son puro siglo XXI. Corramos un tupido velo sobre si esto supone un avance, y de qué tipo.

Un descenso de Zeus a Edipo

Como bien sabía el productor Aaron Spelling, maestro de la TV de derribo, el valor de un culebrón se mide por la infamia de sus villanos. Villanos que, a la postre, acaban por robar todo el protagonismo. Jesse Armstrong, maestro de la comedia biliosa y creador de Succession, ha demostrado conocer bien ese libro de estilo. 

Por eso, en vez de insertar en su elenco a un Satán como J. R. Ewing (Larry Hagman y su sombrero tamaño parabólica), Alexis Carrington (Joan Collins y sus vestidazos eighties) o la incombustible Angela Channing (¿alguien puede olvidar el rictus de Jane Wyman cuando sonreía de medio lado?) Armstrong ha repartido una porción de maldad en cada uno de sus personajes, todos los cuales resultan aborrecibles… pero sin adquirir el carisma bigger than life de los ejemplos originales.

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Todavía falta una pieza para tener el puzzle completo. Porque, según las reglas del culebrón siempre tiene que haber algún personaje de cariz heroico, o al menos no tan abismalmente malvado como el resto. Un personaje que está ahí para encarnar lo mejor del espíritu humano… y al que todos acabamos despreciando, al grito de "¡aparta, tolai, que queremos seguir viendo a Alexis zorreando / a J. R. humillando a Sue Ellen a Angela conspirando para dejar sin regadío a un rival! [táchese lo que no proceda]".

Succession no podía permanecer ajena a este requisito, pero lo lleva a cabo de forma muy posmoderna. Porque como heredero de los Chase Gioberti, Bobby Ewing Krystle Carrington de antaño tenemos a Greg Hirsch (Nicolas Braun) el pariente pobre usado como testaferro y punching ball por los hermanos Roy y por Tom (Matthew Macfadyen), ese cuñado cuyo papel ha acabado resultando algo más que anecdótico. 

Acerca de Greg, no podemos decir lo de "es tan bueno que parece tonto": durante el transcurrir de 'Succession', nos ha demostrado ser más corto que una mata de habas. Cada espectador habrá decidido si prefería empatizar con él (cuando Tom amenaza, cariñosamente, con castrarle y sodomizarle) u odiarle (cuando sus apariciones les robaban minutos a las crueldades del resto).

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Por supuesto, todo lo que acabamos de soltar es más un juego que otra cosa: equiparar Succession con los culebrones ochenteros es divertido, pero inexacto. La serie de Armstrong, producida por Will Ferrell y Adam McKay, es mucho más cínica y malhablada (porque la coyuntura actual en TV le permite serlo), técnicamente estupenda (el 'sello de calidad HBO' se le nota) y en ella apenas hay rastro de esa autoparodia que se apoderaba de sus precursoras en cuanto los guionistas metían la directa. 

Aquí no encontrarás peleas a zarpazo limpio entre señoras con hombreras, ni tampoco a un Lorenzo Lamas luciendo abdominales. Todo son reuniones carniceras en salas de juntas, fluidos corporales y pullazos vitriólicos.

Este tono tan serio, avinagrado incluso, puede escamar a algunos espectadores e incluso causar su rechazo. Es verdad que la serie ha usado a gusto su formato para satirizar la decadencia del periodismo, por ejemplo, o a esas grandes corporaciones que se dan lavados de cara 'inclusivos' mientras sus altas esferas siguen en manos de varones blancos de mediana edad. 

Pero la mayor parte de su metraje se ha dedicado a mostrar a los hermanos Roy (nos hemos olvidado de Connor –Alan Ruck–, el más mayor y el más tonto) destripándose entre ellos. Lo que antes era una competencia por el Olimpo del capitalismo financiero es ahora un duelo patético (y edípico) entre figuras que se conducen como víboras porque, sencillamente, no conocen otra forma de vivir.

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Algunos podrán alegar que Succession es mucho más honesta que las soap operas de los 80. Al fin y al cabo, mientras aquellas humanizaban a sus despreciables protagonistas a base de envolverlos en glamour y mostrar sus pasiones (bajas, por lo general), esta serie ha prescindido de esos recursos para exponer la podredumbre esencial de un sistema que agoniza.

Otros, por su parte, podrán responder que se trata de la misma ración de escapismo envuelta en una falaz apariencia de prestigio y calidad. O, sencillamente, que puestos a dedicar minutos de nuestras vidas a personajes más malos que el bicho que picó al tren, qué menos que estos lleguen envueltos en lentejuelas y laca.

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