Pie de página

Verdad de frontis del Trivial Pursuit: es en los márgenes donde a veces surgen las reflexiones de fondo, de un calado capaz de hacer temblar lo que livianamente se presentaba ante nosotros como una anécdota. Israel, comedia, familia y nominación al Oscar (fue derrotada por –¡oh, cielos!– la iraní Nader y Simin, una separación en 2012) eran cuatro ejes demasiado potentes como para no imaginar un compadreo cinematográfico amable con el lobby de Sion, refrendado por esa musiquilla de enredo en zapatillas de andar por casa que da ritmo al inicio de esta sorprendente y reveladora película del realizador hebreo Joseph Cedar (Beaufort). Lo que se ofrece (extrañamente, es cierto: con esos 5 minutos de plano fijo del rostro de un padre en competencia académica y vital con su hijo) como una comedia de situación se revela poco a poco como un juego endogámico que se disputa dentro de dos cabezas. Así, entre rumores de conversaciones intelectuales y burocracia talmúdica, surge un enfrentamiento claustrofóbico y cercano a las comedias más obsesivas de los hermanos Coen, en el que la rocambolesca entrega del Premio Israel es una excusa (aquí habría que judaizar el término McGuffin) no sólo para revisar el rostro del fracaso en las relaciones entre un padre y su hijo, sino para mostrar un convincente acercamiento al propio enclaustramiento de un país y una sociedad complejos y por ello apasionantes.

VEREDICTO: Mejor guión en Cannes 2011, sus protagonistas lo bordan.