On the Rocks

On the rocks es cómo toma el whisky Felix, el padre mujeriego, anticuado y sarcástico que interpreta Bill Murray. Con hielo. Y On the Rocks significa estar a punto de desmoronarse. Y así es cómo se encuentra, Laura, la protagonista de la película (aunque mucho espectador quede cegado por Murray), interpretada por Rashida Jones (por fin, un gran papel para ella), escritora de éxito, madre de dos niñas pequeñas, intentando volver a encontrar su lugar profesional y como mujer. Con los pies al borde del precipicio, sin ver el fondo.

La séptima película de Sofia Coppola es en apariencia la más ligera. Esa era también la intención de la cineasta de dramas profundos como Las vírgenes suicidas. Por eso eligió un género que, aunque desconocido en su filmografía, podía moldear a su sutil y cool estilo: On the Rocks es una comedia romántica o más bien una screwball comedy –y a ratos una buddy comedy– que mira clásicos del Hollywood dorado para no tener que justificar el glamuroso escenario en el que se mueven sus protagonistas (menudo Nueva York, del Soho a los penthouses del Upper East Side), tragando los mejores martinis de la ciudad y comiendo caviar en un picnic improvisado, sin parar de hablar. La historia, además, se va riendo con ellos, especialmente con Bill Murray, porque la propia Coppola es la que no puede disimular el hechizo de este veterano cómico al que, probablemente, siempre vio como un padre y le ha dado su mejor papel de padre, haciendo un poco del suyo por mucho que lo niegue. Mucho hay en este hombre exagerado de ese Francis Ford que todo lo ocupa, de crecer bajo su alargada sombra y aun así quererle incondicionalmente.

Pero Murray no es el protagonista. Lo es ella, Laura, alter ego de Sofia Coppola, cuyo pasado y presente resume en menos de tres minutos iniciales. Sobre fondo negro, la voz de Bill Murray dice: “Y recuerda, no des tu corazón a ningún chico, tú eres mía hasta que te cases… y entonces aún serás mía”. Seguido de un Ok de niña que da paso a una boda, la de Laura y Dean (Marlon Wayans), mirándose al son de I Fall in Love Too Easily, de Chet Baker –nada es casual– y saltando desnudos en una piscina. Los zapatos y el vestido de novia en el suelo se transforman en los zapatos y calcetines sucios de sus hijas por los suelos de su apartamento en el Soho neoyorquino. Sola en la cama espera a su marido de otro viaje. Y a la mañana siguiente la carrera habitual al colegio con las niñas.

Laura está sostenida por esa rutina. La madre que voluntariamente aparcó por un momento su carrera y cuando quiere volver, quiere salir de esa rutina, no sabe cómo. Ella escribía por las noches, ya no puede. Se siente perdida en este nuevo rol que ella eligió y en el que también es feliz, pero lo sería más si no tuviera que abandonar también el matrimonio romántico y sexual, o las fiestas y cenas sin hijas. Ese momento de decidir una vez más qué quieres ser en tu vida: como mujer, madre, esposa… y también hija. Y en todo este conflicto no hay tanta ligereza como Coppola pretendía, pero sí mucha sutileza, quizá demasiada para quien no vea los pequeños detalles.

Los consejos de otros (“date un respiro”, “tienes que sacar tiempo para ti”) cabrean cuando una siente que se ha convertido en alguien aburrido, consumida por esa rutina que ella misma se fabricó tan feliz. Por eso una aventura de espionaje y detectivesca con un padre misógino hasta suena divertida. Lo más salvaje de los últimos años. Y ahí es cuando Coppola sorprende con este romance que, en realidad, es entre padre e hija.