Mi nombre es Harvey Milk

David Bernal

TRAS LA BRECHA ABIERTA POR EL ‘NO-ESTRENO’ de Paranoid Park, Gus Van Sant cierra su Trilogía de la Muerte y se apropia (¿con ironía?) del modelo de biopic hollywoodiano para sellar, aparte de la obra total y definitiva sobre el Movimiento Gay, su perfecto (y seminal) prototipo. Es decir, aquél que, además de mitificar al retratado –aquí la trágica y profética figura de Milk–, recapitula su lucha, la pliega sobre el presente y la proyecta hacia el futuro con la arrolladora fuerza del gran cine (político). Y que adopta el lenguaje que se hubiera empleado de documentarse en tiempo real la lucha de este San Sebastián del siglo XX. El cineasta articula un mosaico de fotos, texturas e imágenes de archivo y ficción que resucita ese Hollywood de los 70 que concilió la solidez del relato clásico con el alma contracultural de las nuevas olas. En ese sentido, hay un plano detalle -un silbato de metal sobre el que se refleja la retirada de uno de los cadáveres que abonaron la semilla de esta revolución– que condensa la esencia de un filme concebido como un sonoro pitido que alerte de las conquistas pendientes en libertad y derechos humanos (y del peligro de retroceso) sin renunciar a una belleza que se revela artie y demodé, elocuente y manierista. La estigmatización y represión de las fuerzas conservadoras lideradas por las Sarah Palin de la época, la auto-marginalidad, el nihilismo y la misoginia del colectivo, la soledad (suicida) del adolescente de pueblo o el oportunismo (capitalista) de la marca gay-friendly. Ligado a la vida de Milk que va de la revelación de su misión hasta su asesinato, el filme es un didáctico retrato (con brotes de suspense) del colectivo LGTB junto a una lección de cómo se hace la política en EE UU: en la calle, vendiendo esperanza (ahí está Obama). Y aunque la autoconsciente genialidad de Sean Penn irrite a muchos, el actor tiene el punto engreído y amanerado de este personaje real que devora y convierte en hipnótico (y carismático) imán unas imágenes que destilan nostalgia por un cine y una radicalidad extinta, que captura una belleza que será convulsa o no será.