Aviones de papel

En tiempos de entretenimiento digital y niños pegados a pantallas de móviles es loable una película que haga del ejercicio de papiroflexia más sencillo y divertido el motor de su relato: los aviones de papel que lanza el pequeño Dylan –interpretado por Ed Oxenbould (Alexander y el día terrible, horrible, espantoso, horroroso)– sin saberlo hacia su futuro le sirven de válvula de escape ante un presente desestructurado pero no demasiado dramático para una película de ánimo familiar que rompió récords en las antípodas y en estas latitudes pretende, como mínimo, sacar más de una sonrisa e instruir en bonitos valores a la prole de la casa. Y sin la necesidad de tirar de clichés de cintas infantiles que se convierten en trampas para los adultos que acompañan a sus niños a la sala de cine. Porque la meta de Aviones de papel se encuentra en Tokio, sede del mayor concurso del mundo de lanzamiento de ídem, adonde el joven protagonista aspira a llegar mientras intenta que su padre –un Sam Worthington en modo padrazo depre mucho más convincente que en sus anteriores papeles como héroe de acción atormentado– deje atrás el duelo por la muerte de su esposa en un accidente de tráfico. Tampoco falta en la aventura para todos los públicos el abuelo algo tarumba, como manda el canon, y aunque el desarrollo del filme sea todo lo previsible que uno imagina, no se le puede achacar que planee bajo.