'The Program (El ídolo)': La trama de dopaje que acabó con un mito

Este viernes se estrena 'The Program (El ídolo)', la película de Stephen Frears sobre la trama de dopaje de Lance Armstrong. Andre Izaguirre, autor de 'Plomo en los bolsillos' (Libros del KO), la analiza para CINEMANÍA
'The Program (El ídolo)': La trama de dopaje que acabó con un mito
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El ataque más memorable de Lance Armstrong fue el más absurdo: a falta de dos jornadas para terminar el Tour de Francia de 2004, con el maillot amarillo ya asegurado, se fugó del pelotón para perseguir a un ciclista que estaba clasificado en el puesto 117, con un retraso de 2 h y 42 min. Era Filippo Simeoni. Y Armstrong solo quería arruinarle la vida.

Unos años atrás, tras ser descubierto con sustancias dopantes, Simeoni había declarado que tomaba EPO por indicación de su doctor Michele Ferrari. Esto abría una grieta en la credibilidad de Armstrong: Ferrari también era su médico. Por eso, cuando el italiano se metió en una escapada irrelevante con otros seis ciclistas, Armstrong saltó a por ellos para castigar al traidor. Detrás, en un pelotón asombrado por semejante maniobra, el equipo de Ullrich empezó la persecución.

Los fugados pidieron a Armstrong que se descolgara, porque de lo contrario no tendrían ninguna oportunidad de luchar por la etapa. Armstrong dijo que lo haría… si Simeoni se paraba con él. El italiano tuvo que ceder y esperar al pelotón, que lo recibió con una cascada de insultos. El texano se acercó a la cámara de televisión, sonrió y con la mano derecha hizo el gesto de cerrarse la boca con cremallera.

En el proyecto de Armstrong, el ataque para cazar a Simeoni era tan importante como los ataques en Alpe d’Huez para vestirse de amarillo. Armstrong siempre tuvo una conciencia muy aguda de la narración, de su autobiografía en marcha. La elaboraba en las ruedas de prensa, en las conferencias de su fundación contra el cáncer, en los libros autorizados. Era el protagonista del relato más admirable de la historia del deporte: el ciclista que superó un cáncer, que volvió para lograr lo que nadie había logrado jamás -siete Tours consecutivos, gracias al espíritu de sacrificio adquirido en el umbral de la muerte-, y así animaba a millones de enfermos a seguir luchando. Si alguien sembraba dudas sobre la pureza de la historia, él saltaba para machacarlo.

The Program explica cómo funcionaba el dopaje sistemático de Armstrong, cómo alcanzó sus éxitos y cómo se desmoronó la trama. Es el resumen de una historia bien conocida por los aficionados, a la que aporta algunas pinceladas para retratar la personalidad camaleónica del texano, bondadosa o tiránica según conviniese, siempre al servicio de su empeño: no tanto ganar Tours, como montar su historia.

La película, anglosajona, tiene un aroma algo extraño para el aficionado clásico de la Europa continental, desde el primer diálogo que intenta explicar el Tour a un público que no conoce la prueba: es “una odisea de dolor, sufrimiento y resistencia”, “prácticamente una experiencia religiosa”, en la que los ciclistas acaban “con un conocimiento más profundo de sí mismos”. Esa retórica espiritualoide chirría, pero es cierto que Armstrong desarrolló un discurso de superación personal, del poder de la voluntad, de la épica del dolor, y daba conferencias con lecciones morales. Era un ciclista consagrado a divulgar su propia historia de superhéroe americano, con un estilo que despertó cierta antipatía y cierto escepticismo en el mundillo clásico del ciclismo –sobre todo, cuando se presentaba con escoltas a las salidas de las etapas, cuando daba conferencias sobre los pilares del éxito, cuando se paseaba con actores, cantantes, gobernadores y presidentes-.

La recreación de las carreras ciclistas también parece forzada y algo histérica en ocasiones: carreras que son explosiones de locura desde la salida, ciclistas que derrapan en cada curva, espectadores que aúllan, chorros de adrenalina. Estas exageraciones son más o menos habituales en las películas, sobre todo estadounidenses, cuando necesitan reflejar en escenas brevísimas que este deporte es emocionante. Son licencias narrativas, digamos que aceptables.

La película ofrece una selección muy escueta pero correcta de los episodios deportivos de Armstrong -interpretado por un Ben Foster muy convincente-, y ofrece buenos guiños: desde las ráfagas iniciales de los héroes legendarios del Tour en blanco y negro, hasta el detalle fugaz de los tres ciclistas azules que atacan en tromba durante una clásica belga –y que los aficionados identificarán con Argentin, Furlan y Berzin, los tres del equipo Gewiss, los tres discípulos del doctor Ferrari, en aquella exhibición escandalosa que inauguró la época de la EPO.

The Program lo explica bien: Armstrong se sumó a aquel programa y lo sofisticó más que nadie con una red extensa de cómplices, hasta que se le fue de las manos por un exceso de ambición.

Ahora, entre los escombros de su historia, aún se podría rescatar un fragmento luminoso que ni los guionistas ni quizá el propio Armstrong recuerden: el resultado de su primera carrera como ciclista profesional. Debutó en la Clásica de San Sebastián de 1992, el día en que una tormenta negra barrió las laderas del monte Jaizkibel y casi la mitad de los ciclistas se retiraron en desbandada hacia los hoteles. Los espectadores de aquel día no lo olvidarán, porque vieron pasar al último grupito de corredores náufragos y tuvieron que esperar un cuarto de hora más bajo el diluvio: faltaba un ciclista, que venía descolgadísimo. Era un chaval que subía empapado, zarandeado por el viento, iluminado por los faros del coche escoba, empeñado en terminar su primera carrera aunque fuera de noche. Era Armstrong, con 21 años. Llegó al Boulevard donostiarra a 26 min y 56 s del vencedor Raúl Alcalá, y a 15 min del penúltimo. Armstrong tenía ya una historia: la de un magnífico perdedor.

Con eso, obviamente, no le bastaba. Prometió volver a San Sebastián y ganar esta carrera: lo cumplió al cabo de tres años. Y así se fue embarcando en una especie de tragedia griega: el héroe semidivino que deslumbraba en las primeras batallas, que cayó herido, que venció a la muerte y se hizo consciente de su potencia extraordinaria. Entonces desafió a los dioses -a los dioses del ciclismo, que siempre castigaron la ambición de quienes intentaron ganar un sexto Tour: Anquetil, Merckx, Hinault, Induráin-. Y hasta pareció vencer. En el momento de mayor gloria, después de vestirse el séptimo maillot amarillo en París, Armstrong anunció que se retiraba imbatido y tomó el micrófono ante el Arco del Triunfo: “Lo siento mucho por los escépticos, por quienes no creen en los milagros”.

Los dioses son siempre retorcidos: le dieron a Armstrong una ambición tan poderosa como para ganarlo todo, por encima de cualquier dolor y cualquier escrúpulo, y tan poderosa como para que no pudiera apagarla nunca. No sabía vivir retirado. Volvió a por más Tours, enfadó a un antiguo compañero despechado y así desencadenó el desastre. Si se hubiera quedado en casa con sus siete maillots amarillos, probablemente no habría destruido su historia. Pero Armstrong nunca se quedó en casa, ni cuando estaba casi muerto ni cuando ya estaba en la leyenda: eso fue su poder y su perdición.

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