Por qué 'Los descendientes' no debería ganar el Oscar

Seguímos leyéndoles la cartilla a las nominadas a Mejor Película: en esta ocasión, les toca recibir a Alexander Payne, a George Clooney y a sus camisas hawaianas. Por YAGO GARCÍA
Por qué 'Los descendientes' no debería ganar el Oscar
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Por qué 'Los descendientes' no debería ganar el Oscar

Cuatro estrellas en nuestra crítica. Un 89% de media en Rotten Tomatoes, y un 7 en la siempre inestable puntuación de iMDB. Tanta unanimidad cansa, ¿verdad? Por eso, tras darle lo suyo a The Artist, devolver a Midnight In Paris de un tortazo a la Belle Époque y dejar claro de qué pies cojea Tan fuerte, tan cerca, Los descendientes es la nueva película en sufrir el vapuleo anual de CINEMANÍA, en el que os explicamos cuáles son las razones por las que no debería llevarse el premio. Compitiendo contra un Scorsese más afable que nunca (La invención de Hugo) y contra la favorita muda de Michel Hazanavicius, el filme de Alexander Payne no está entre las grandes apuestas de este año, pero por si surge la sorpresa, ahí van nuestros reparos.

Por qué 'Los descendientes' no debería ganar el Oscar

1. Un Payne bajo de bilis

Comencemos repasando la carrera del autor de este filme: la demolición del sistema escolar de EE UU (y el pistoletazo de salida de Reese Whiterspoon) en Election, el logro de volver entrañable a un Jack Nicholson particularmente odioso (A propósito de Schmidt) y una historia de desamor, desamistad y cata de vinos con un poso muy amargo en Entre copas. Ante semejantes chorros de vitriolo, la loa a la paz familiar, a las duras y a las maduras que, en el fondo, supone Los descendientes nos resulta un trabajo a medio gas, concebido con los gustos del público demasiado en mente. Vale, Payne se esfuerza por desmitificar el paisaje de Hawai (la mayor parte del tiempo, ojo) y en sus personajes no queda mucho atisbo de esperanza, pero en comparación con sus obras anteriores, las cuales no se llevaron un solo Oscar, resulta un trabajo realizado ex profeso para gustarle al público... y también a los académicos.

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2. ¿Tiene mérito ver a un Clooney feo?

Entre el barullo que rodeo a Los descendientes incluso antes de su estreno destacaban especialmente las palabras dirigidas a George Clooney. O, mejor dicho, al trabajo que le había llevado al sex symbol masculino y madurito de Hollywood afearse a la medida de su papel. Que si se ha puesto muy fondón, que si mira qué mal le sientan esas camisas, que si qué penita da el pobre haciendo de individuo patético... Las cosas, como son: Clooney es un actor de lo más solvente que aquí realiza su trabajo, ni más ni menos. El hecho de que su carrera sólo le haya reportado un Oscar como secundario (Syriana) no debería ocultar el hecho de que mermar a posta el atractivo físico de un intérprete es un viejo recurso cazaestatuillas. El cual no debería incidir en nuestra estima general sobre una película, y menos aún positivamente: para algo tiene él ya su propia nominación, no te fastidia...

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3. Su premisa es poco verosímil...

Imagina que tu pareja sentimental queda en coma tras un accidente. Mientras lloras la desgracia, la última en afectar a una relación ya deshecha por el desamor, descubres que antes de sufrirla tu costilla te puso los cuernos a base de bien. ¿No preferirías echar tierra sobre el asunto antes que buscar al amante para pedirle cuentas? Especulaciones aparte, Los descendientes basa buena parte de su (intencionado) patetismo en un punto de partida artificioso, cuyo propósito es... Mostrarnos a Clooney en situaciones de acusada precariedad emocional, acunado por el sonido de las guitarras de Hawai. Abundaremos más sobre ello en nuestro próximo epígrafe.

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4. ...y su evolución resulta forzada

A fin de no llenar este texto de spoilers, no nos centraremos en la conclusión de la historia del personaje de Clooney (y de su barriga, y de sus camisas). Sólo afirmaremos que, si las miramos con lupa, las pesquisas nos llevan a un desenlace que, aunque efectivo en la butaca, resulta artificioso cuando se lo piensa en frío. Para empezar, si Payne (que también ejerce de guionista, adaptando la novela de Kaui Hart Hemmings, y tiene su nominación correspondiente) hubiese optado por soslayar este aspecto de la trama, personajes como el de Shailene Woodley, la verdadera revelación de este filme y un olvido tremendo en las nominaciones a actriz de reparto, hubiesen brillado más y hubiesen adquirido una relevancia necesaria. Y, para seguir, si lo que queremos es un investigador cornudo, ya tenemos al Gary Oldman de El topo. Y a esa no la han nominado a Mejor Película.

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5. Los ricos, ¿también lloran?

Más allá de la anécdota que la recubre, la verdadera duda que vertebra Los descendientes es la que sigue: un especulador inmobiliario duda sobre si vender o no un terreno de su propiedad. Su familia, compuesta por parásitos que viven de las rentas, le presiona para que firme, pero él duda, y duda, y duda... Hasta el punto de que la verdadera raíz del conflicto (los problemas étnicos derivados de la anexión de Hawai por los EE UU, nada menos) queda en un segundo plano con respecto a los devenires sentimentales. Sólo con haber rascado un poco más, con haber aplicado algo más de esa bilis tan suya, Payne podría habernos contado un fragmento de la historia de su país en el que Hollywood apenas se ha fijado. Pero, al fin y a la postre, esto sólo le sirve de pretexto para mostrar un bonito paisaje.

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6. Una historia para hacernos sentir bien

Sumando todos estos factores, Los descendientes se queda en lo que los estadounidenses llaman una "feel good movie": una película que nos reconcilia con nosotros mismos, que nos saca del cine con calorcillo en el alma y con el deseo urgente de acurrucarnos en el sofá junto a nuestros seres queridos para ver un docu de La 2 y comer helado. Muy bien planteada, muy bien rodada, pero básicamente eso. Una fábula más con moraleja, desprovista de la capacidad de su autor para inquietarnos y para revolvernos, incómodos, en la butaca. Visto el cariz del resto de nominadas de este año, no es ninguna sorpresa hallarla en el noneto de finalistas. Pero su mayor pecado es precisamente ese: no haber querido ser algo más.

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