Por qué 'Cats' ya era un error antes de que existiera la película

Los críticos se han cebado con el film y la taquilla tampoco ha acompañado, pero la culpa dista de ser únicamente de Tom Hooper y del CGI tróspido.
Por qué 'Cats' ya era un error antes de que existiera la película
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Lleva apenas una semana en las carteleras de todo el mundo, pero lo obtenido hasta ahora confirma que mucho tendrían que cambiar las cosas para que Cats no supusiera un tremebundo fracaso de taquilla. Con un presupuesto de casi 100 millones de dólares, la ambiciosa película apenas ha recaudado 20; cifras paupérrimas a las que hay que sumar su abandono definitivo de la carrera de premios, las críticas devastadoras y, sobre todo, la sensación general de mofa que la ha rodeado desde que Internet descubriera el primer tráiler a través de la Comic Con, y los memes volaran.

En Universal, ahora mismo, no deben estar muy contentos. Puede que ni siquiera la práctica certeza de que Cats se convierta algún día en un clásico de culto lime su nerviosismo. O, claro está, su enorme decepción. Cats partía de un musical del legendario Andrew Lloyd Webber que durante años fue el más longevo de Broadway y el West End londinense. Además, tenía a numerosas celebridades de Hollywood como miembros del reparto. Y, sobre todo, estaba firmado por Tom Hooper, prestigioso director que en el pasado ya dirigió con ellos otro musical, Los Miserables, con una gran acogida.

Ha tenido que haber un error. En alguna fase de este proyecto, que lleva arrastrándose por Hollywood desde que Steven Spielberg quisiera rodar una adaptación animada con Amblimation en los años 90, alguien cometió una terrible equivocación. ¿Habrá sido el CGI furry? ¿Será que el público general no está tan interesado en Cats como todos los espectáculos representados alrededor del mundo daban a entender? ¿O es algo más intangible, más extrapolable al propio planteamiento de la obra? Toca averiguarlo.

La culpa es del viejo Possum

Corrían los años 30 cuando el famoso poeta T.S. Eliot empezó a fijarse en los gatos que veía por las calles de Londres, ya fueran domésticos o salvajes. Admirado por los distintos caracteres que exhibían todos ellos, varios versos acudieron a su cabeza, y estos acabaron formando parte de unos poemas de corte humorístico que Eliot le envió a sus ahijadas. A lo largo de esta colección Eliot bautizaba a los felinos con nombres como Jennyanydots, Skimbleshanks u Old Deuteronomy, asegurando que cada gato poseía tres nombres: el que le ponían sus posibles dueños, el que utilizaba él mismo, y uno secreto.

Los poemas de Eliot eran costumbristas, y la fantasía con la que retrataba el comportamiento de los animales venía determinada directamente por la realidad, de tal forma que un título tan mayestático como Mr. Mistoffelees (caracterizado como mago en sus versos) servía para identificar a un gato que simplemente sentía una especial predilección por esconder cosas. Por ello, la cercanía era lo más importante de dichos poemas, y por ello sus ahijadas disfrutaron tanto de la lectura.

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El autor de La tierra baldía recopiló en 1939 todas estas piezas dentro de un único volumen titulado Old Possum's Book of Practical Cats (El libro de los gatos habilidosos del viejo Possum), recogiendo todo este catálogo de gatos normales y corrientes, pero convertidos en bestias míticas gracias a la fantasía y al sentido del humor. Los poemas del Viejo Possum, así las cosas, se convirtieron en los favoritos de varias generaciones de niños, y uno de ellos era Andrew Lloyd Webber, cuya madre se los leía antes de ir a dormir.

Demos un salto, pues, a 1976. El mismo Andrew se ha convertido en un compositor extremadamente exitoso que ha arrasado en Broadway con espectáculos como Jesucristo SuperstarEvita. La crítica teatral nunca ha bendecido su obra, tendiendo a ridiculizar la frivolidad y la épica impostada que Lloyd Webber siempre suele cultivar, pero a mediados de esta década queda claro que tiene una conexión especial con el público. Al tiempo que una sorprendente falta de complejos ante la ortodoxia de su profesión; ya había conseguido convertir tanto el Nuevo Testamento como la vida de Eva Duarte en óperas rock, y la taquilla le había premiado por ellas.

Aunque Lloyd Webber había mostrado interés en tomar los materiales de partida más insospechados para levantar espectáculos de masas, la idea de transformar la obra de Eliot en un musical no surgió instantáneamente. Bien al contrario, todo comenzó con un simple juego: Lloyd Webber cogía una de las piezas de Old Possum, y probaba a componer una melodía que congeniara con sus versos; los mismos que luego gustaba de recitar utilizando este fondo musical.

Tras un par de representaciones entre amigos, Lloyd Webber se vino arriba y quiso trazar una especie de hilo narrativo que vertebrara las lecturas de los distintos poemas, apañándoselas para estrenar en 1981, dentro del West End nada menos, el espectáculo inicialmente titulado Practical Cats. Sobre el papel, el asunto era un descalabro. Primero, porque Lloyd Webber no había conseguido inversores que apoyaran su idea y se lo había tenido que pagar todo de su bolsillo. Segundo, porque había contratado como director a Trevor Nunn, uno de los profesionales de peor reputación de la farándula.

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Y tercero, por el citado hilo narrativo. Para construir una historia a partir de los poemas de Eliot, Lloyd Webber se vio obligado a prescindir de metáforas y a llevar a primer plano las características de los felinos sobre las que el poeta estadounidense había querido fabular en su momento. Ahora, Old Deuteronomy no sólo era un gato viejito, sino el miembro más anciano y sabio de toda una tribu de gatos callejeros, los Jellycats. Asparagus pasaba a ser un gato actor de verdad. Y, por supuesto, Mr. Mistoffelees se convertía en un poderoso mago. Con varita y todo.

Todos ellos confraternizaban en un relato rocambolesco según el cual varios gatos competían por ver quién merecía pasar su siguiente vida en un lugar mejor y que, ni que decir tiene, sólo era una excusa para intercalar números musicales que presentaban a dichos personajes. Los críticos de entonces, como venía siendo habitual, masacraron la ocurrencia de Lloyd Webber, pero al público británico le encantó por alguna razón, y al año siguiente Cats debutaba en Broadway.

Un fenómeno que nadie acaba de entender

Entraba dentro de las previsiones que a Cats no le fuera mal en el escenario. Al fin y al cabo, era un espectáculo barato, con predominio de la danza y sin grandes nombres en el reparto (uno de los inicialmente tanteados, Judi Dench, tuvo que dejar pasar el papel de Grizabella luego de una lesión, aunque años después tendría oportunidad de resarcirse). El vestuario, consistente en disfraces de gato elaborados con muy mal gusto, tampoco requería de un gran coste. Y el apellido de Lloyd Webber ya era suficientemente conocido como para atraer a los interesados por el medio.

Lo que nadie esperaba era que Cats se convirtiese en semejante bombazo comercial. A su representación tanto en el West End como en Broadway, la obra de Lloyd Webber se convirtió en el espectáculo más longevo en ser representado tras sus muros, adelantado posteriormente por obras como El fantasma de la ópera (también de Lloyd Webber) o El rey león. La producción a cargo de Cameron Mackintosh, además, se extendió a varios lugares del mundo, y los ingresos por merchandising (como en lo relativo a la famosa camiseta con el logo) acabaron de afianzarlo como todo un fenómeno cultural de los años 80.

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Varios historiadores, de hecho, coinciden en erigir a Cats como el primer "megamusical" (lo que vendría ser, dentro del mundo del cine, como los blockbusters), atendiendo a la variedad y simultaneidad de sus ventanas de explotación y al interés por que nociones como la escenografía o el melodramatismo exacerbado eclipsen activos tales como el guión o la calidad musical. Tras Cats vinieron, por tanto, bombazos como el citado Fantasma de la ópera, WickedHamilton, y Cats era el musical más hortera de todos ellos.

¿A qué vino tal avalancha de éxito, entonces? Sólo cabe hacer suposiciones: las progresivas bajadas de precio durante los años 70 permitieron que los espectáculos de Broadway fueran consumidos por un número cada vez mayor de espectadores, seducidos quizá por la pátina artie que poseía la obra de Lloyd Webber, al fin y al cabo basada en la poesía de uno de los grandes literatos del siglo XX. La excéntrica puesta en escena y el hincapié en la danza blindaban este envoltorio engañoso de Cats como una cosa que había que ver sí o sí, pero luego además, claro, estaba la música.

La partitura de Lloyd Webber supone una mezcla loquísima de los géneros que predominaban en la época, aunando los bajos saltarines del funk, las caóticas fanfarrias del jazz más festivo y unos sintetizadores que gritan "años 80" a cada nota. Y, por supuesto, también incluye un baladón pop: Memory, que se convirtió en la canción más famosa de Cats y nació diseñada exclusivamente para copar las radiofórmulas. De hecho, aunque sirviera para presentar a Grizabella, ni siquiera se basaba en un poema de Old Possum, sino en otros versos de Eliot combinándose con lo que Lloyd Webber y Nunn entendían que podía enganchar al público.

Cats entró en la cultura pop por la puerta grande, aunque nunca hayan sido soslayadas las deficiencias de la propuesta. Sus aires grandilocuentes, en ruidoso contraste con lo nimio del esqueleto argumental y las letras sencillas de Eliot (despojadas, como se ha dicho anteriormente, de sus encantadores juegos metafóricos), ya hubieron de conducir al poco de su estreno a un zeitgeist por el cual, pese a ser uno de los espectáculos más famosos de Broadway, sencillamente no podías decir que Cats era tu musical favorito.

O, al menos, no podías decirlo en serio.

La bola de nieve sigue rodando

Así que nos plantamos en los 90. Lloyd Webber está en la cima de su éxito, y Hollywood decide canalizarlo a través de la adaptación al cine de Evita, con Alan Parker de director y Madonna y Antonio Banderas como flamantes protagonistas. Las críticas no acompañan del todo, pero al igual que sucede con Cats es lo de menos: el público adora las melodías, y simpatiza con su visión del musical como espacio eminentemente lúdico donde lo kitsch y lo sublime se dan la mano, lejos del sarcasmo de otras obras contemporáneas.

Obviamente se iba a tener que poner en marcha, antes o después, una adaptación al cine de Cats. Pero Steven Spielberg fue precavido. En 1991 había fundado Amblimation, su propio estudio de dibujos animados a través del cual produjo obras tan estimulantes como Fievel va al Oeste, Rex, un dinosaurio en Nueva York Balto, y como subsidiaria de Universal Pictures pudo hacerse con los derechos de Cats para realizar una adaptación siguiendo este formato. No obstante, Amblimation cerró en 1997, y desde entonces al proyecto le tocó estar dando vueltas por los despachos de la major hasta caer en manos de Tom Hooper.

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¿Significa eso que la Cats de 2019 es el único salto del imaginario felino de Lloyd Webber al audiovisual? Ojalá lo fuera. En 1998, el propio Lloyd Webber produjo una película directa al vídeo protagonizada por los actores de varias de las representaciones de Cats a lo largo del mundo, pero su máxima prioridad era que el espectador se sintiera como parte del público que había podido ver el musical sobre las tablas. De tal forma, la única diferencia que hay entre este Cats fílmico y un bootleg al uso radica en que los tiros de cámara del primero están algo más afinados.

La película dirigida por David Mallet no era el colmo de la sofisticación (como tampoco lo fue nunca la obra original, vaya), pero al menos partía de una decisión sensata: sus artífices eran conscientes de que algo como Cats sólo podía funcionar desde el distanciamiento de un escenario, y con sus actores envueltos en trajes. No era necesario, por tanto, tratar de convencer al público de que estaba contemplando a gatos verdaderos; la cercanía propuesta por Eliot había sido sacrificada en cuanto Lloyd Webber le dio una banda sonora y una narrativa, y así debía quedarse.

Cats es un espectáculo teatral de éxito obsceno que sólo puede funcionar como espectáculo teatral. Como una exhibición de músculo técnico que busca una emoción primaria, lindando lo abstracto. Tú, en tanto a espectador, te sientes cómodo observando a esa gente disfrazada de gato desde la fábula desnuda que dispone un escenario, y la distancia segura que este te facilita, reforzada por lo artificioso de la música y sus bailes. Porque la única baza de Cats es el impacto estético y el cine, bueno... el cine trabaja de otra forma.

Así, llegamos a la conclusión de que el principal problema de Cats, en tanto a artefacto cinematográfico, dista de ser ese CGI que tanto pitorreo ha causado. Aunque haga muchos méritos para serlo, con los senos peludos y desproporcionados de Taylor Swift, las manos de Judi Dench, las orejas que no siguen ninguna lógica felina o esos collares que se mueven de forma ingrávida. El principal problema de Cats, bien al contrario, se reduce a las sabias palabras del doctor Ian Malcolm. Sí, el de Parque Jurásico.

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"Les preocupaba tanto si podían o no hacerlo que no se pararon a pensar si debían", contaba el personaje de Jeff Goldblum. Y ahí está la clave. Por muy trabajados que estuvieran los efectos digitales, por muy bien que bailara Francesca Hayward, o por muy buen director de musicales que fuera Tom Hooper (cosa que, además, este tipo no ha sido nunca), Cats es un espectáculo teatral sin argumento auténtico en el que personas disfrazadas de gato cantan temas pop, cuyas letras además pertenecen a poemas para niños magnificando las idiosincrasias de estos animales.

Eso es todo. ¿Por qué alguien pensó que era buena idea? Por el dinero, claro, y por el engañoso subtítulo de "uno de los musicales más famosos de la historia" que ha acompañado a la obra de forma habitual. En una coyuntura así, pues bastante digna ha resultado ser Cats, y bastante dinero ha recaudado teniendo en cuenta que nadie en su sano juicio pagaría por ver un espectáculo de este talle en otro medio que no fuera el teatro.

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El encandenado de malas decisiones que ha resultado ser la película de Tom Hooper está llamado, por tanto, a despertar la misma fascinación que despierta un edificio derrumbándose, y a engrosar los catálogos de próximos festivales de cine cutre y sesiones con amigos bañadas en alcohol y drogas blandas. No es un mal destino, tampoco. Y, probablemente, sea el que siempre se ha merecido un fenómeno pop tan inexplicable como el alumbrado por ese maldito loco llamado Andrew Lloyd Webber.

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