Nocturno breve de Cazale

Rodó sólo cinco filmes ('El Padrino', 'El Padrino II', 'El cazador', 'La conversación' y 'Tarde de perros'), todos nominados al Oscar como mejor película. No las protagonizó, pero su huella en ellas aún perdura. Este es el extraño caso del actor John Cazale. Por CARLOS ZÚMER
Nocturno breve de Cazale
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Nocturno breve de Cazale

La escueta filmografía de John Holland Cazale (Massachusetts, 12 de agosto de 1935) admite un epílogo espectral. Si en el rodaje de su quinta película, El cazador (1978), al actor italoamericano ya le habían diagnosticado un cáncer de pulmón que le haría perderse el resto de su vida, para el sexto largometraje directamente ya estaba muerto. Fue en 1990. Coppola parió con prisas y violencia procesal la tercera parte de El Padrino y Fredo Corleone estuvo allí para no perdérselo. La presencia póstuma de Cazale sobre la atormentada conciencia de su hermano Michael se manifestará a lo largo de todo El Padrino III, también mediante antiguo material cinematográfico rescatado para la ocasión. Presente por tanto por acción y omisión, y con claro subrayado por parte de los autores, es de justicia reivindicar de algún modo estas seis películas de Cazale, que son la prueba de fe de una intensa carrera actoral. Un misterioso monumento fugaz con cierto déficit de reconocimiento.

Puestos a describirle de golpe, surge primero lo ya recurrente: la debilidad de los personajes que interpretaba. Descansa en su mirada una fragilidad diáfana de malas noticias. Acaso nadie como Cazale interpretó en los años 70 la figura del perdedor absoluto. No un perdedor abrillantado por malditismos y otros atajos anti-heroicos, como un protagonista cualquiera de novela negra, un Marlowe o un Sam Spade: sino un verdadero paria, huérfano de virtudes y logros y con el respeto negado de quienes le rodean.

En segundo lugar, Cazale es más que Fredo Corleone. El actor añadirá nuevos registros en sus posteriores películas. Cuando encarne a Stan en La Conversación (1974), dando vida al ayudante impertinente que acompaña a Gene Hackman en las escuchas magnetofónicas, Cazale adopta cierta ligereza y frivolidad, tomando distancia del sentido trágico del Coppola de la mafia, aunque conservando idéntico foco tenue y poco agraciado. No por casualidad su personaje en El cazador (1978) tendrá similar posición y exactamente el mismo nombre de pila. En la película de Michael Cimino explora los márgenes de la comedia. Su papel de presumido y patoso amigo de aquellos compañeros de metalurgia abunda en su rol de subalterno desafortunado pero a la vez coquetea abiertamente con cierto humor fanfarrón. Definitivamente, este funambulismo tragicómico es uno de los rasgos más identitarios del trabajo de Cazale, por más que haya prevalecido en el recuerdo su vertiente más desgraciada.

Nocturno breve de Cazale

Mención aparte merece Tarde de Perros (1975), donde por primera vez ocupa el espacio más o menos protagonista junto a Al Pacino. Aunque éste absorba gran parte de la atención, Cazale realiza un acompañamiento brillante. En este caso, el personaje del atracador llamado Sal parece una prolongación inquietante de su aspecto físico. Sidney Lumet desechó la idea inicial de contratar a un actor joven y enérgico para este rol, y gracias a la insistencia de Pacino, resolvió explotar la edad media de Cazale. Potenció su gelidez y su frente ancha, su tez pálida y el pelo tan negro, dejado largo a propósito. Se dispuso una caracterización desagradable para cimentar un papel sórdido, un desahuciado con metralleta de una extraña penetración psicológica, capaz de robar un banco pero jamás fumar un cigarrillo –lo cual es irónico sabiendo el destino fatal del actor-. Configura, en definitiva, un personaje muy reconocible, llevado claramente hasta su terreno. En un largometraje de género como es el de Lumet -eso sí, cebado de surrealismo por todas partes-, logra una profundidad impropia del molde cerrado de las películas de robos y asaltos.

Por último, y como tercer apunte principal, Cazale depura a Stanislavski tomando lo mejor de su método. Los excesos de la escuela teatral de los años 60 y 70 -que es donde él se formó- encuentran un inteligente equilibrio en su caso. La inmersión total en el personaje y la importancia de la improvisación parecen supeditadas a una máxima mayor: prohibido exagerar. John cumplirá casi siempre y se convertirá es uno de los actores más compensados y agudos de su generación. Su gran intuición y sutileza explican en parte su éxito en el cine, donde la expresividad es mucho más selectiva que en el teatro. En este sentido, el actor de Revere aporta contención pero a la vez una vulnerabilidad insuperable.

Nos encontramos, en fin, con un intérprete contra la norma. Vuelto además mito cinéfilo por su deslumbrante filmografía. Devorado popularmente por su papel de Fredo Corleone. Y ensombrecido después hasta prácticamente el enigma por su carácter ambiguo, su presencia física tan peculiar y por una muerte incomprensiblemente prematura a los 42 años que segó una trayectoria cinematográfica inusitada por excelsa y laureada… para los demás.

La cuestión de los premios es curiosa, pues Cazale disfruta de una plusmarca sin premio. Todos sus largometrajes lograron la nominación al Óscar a Mejor Película, pero el actor jamás recibió nominación particular alguna por parte de la Academia. Tómese como una buena metáfora de su vida, si se quiere; corta, brillante y rodeada de los mejores (Duvall, Pacino, Keaton, Caan, Walken, Brando o De Niro), pero carente de un estrellato personal a la altura de su trabajo. A ojos del público, Cazale nunca logró una imagen demasiado luminosa, ni siquiera compartiendo el astro del gran amor de su vida, Meryl Streep. Son muchos los que conocen su cara pero pocos los que consiguen ponerle nombre.

Todos los avatares interesantes de su figura están en el estupendo documental I knew it was you (Discovering John Cazale) (2009), de Richard Shepard. También algunas cuestiones personales, como la difícil relación con su padre, sus inicios en Nueva York como mensajero o fotógrafo, la importancia del teatro en su vida -como formación y como trampolín- o las circunstancias especiales del rodaje de El cazador, con una enfermedad ya muy avanzada, los productores de la película cuestionando su contratación y el plan de rodaje finalmente reorganizado a medida para que pudiera participar en la cinta, que jamás vería estrenarse.

Llegados a este punto, sin embargo, valorar su figura resulta un ejercicio condenado a acabar bajo la sombra de El Padrino. Por más que se insista en poner en valor todo lo demás -el resto de sus películas o el hombre que fue-, todos los caminos acaban en Fredo. Porque Cazale nunca disfrutó de tanto peso dramático, tanta porción de la historia, como en el caso de los Corleone. Por eso fue el papel de su vida.

Su transformación en personaje primordial de la trilogía de Mario Puzo es también, en cierto modo, el viaje de John a la posteridad. Inmortalizado tras la icónica saga de la mafia, el actor construye un personaje abrumador. Fredo Corleone es alguien carente del valor que requiere la vida que le rodea. En consecuencia, está condenado a ocupar el ángulo muerto de su familia. “Manda a Fredo a hacer esto. Manda a Fredo a hacer aquello...”, se rebela Cazale en la mítica escena de la tumbona de El Padrino II (1974), desinflado como un muñeco roto, permitiéndose quizás el mayor histrionismo de toda su carrera. El desamor ha alentado la traición. Don Vito Corleone tenía planes para todos sus hijos, también para Tom Hagen ¿Pero cuál era el plan para Fredo?

Nocturno breve de Cazale

Cazale, mucho más exitoso que su personaje, no duda en hundirse junto a él. Para Fredo no se reserva al final de la historia la más mínima compensación, la más pequeña indemnización a sus desgracias. Sólo parece esperarle aquella escena crepuscular del lago, la barca y los Ave María. Un destino fatal, en definitiva, tanto para el personaje como para el actor, que finalmente se consumió en la cama tras dar apenas ocho años de cine. Falleció el 12 de marzo de 1978 víctima de una brevedad incomprensible. Acaso consumido por una entrega interpretativa demasiado generosa, sin miedo jamás a parecer un Don Nadie.

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