Michel Piccoli, un genio cínico y atormentado en el mejor cine de los últimos 60 años

Fue uno de los más inmensos e irrepetibles actores de la historia, que brilló con los más grandes: de Buñuel a Godard, pasando por Berlanga, Ferreri, Sautet y Hitchcock.
Michel Piccoli, un genio cínico y atormentado en el mejor cine de los últimos 60 años
Michel Piccoli, un genio cínico y atormentado en el mejor cine de los últimos 60 años
Michel Piccoli, un genio cínico y atormentado en el mejor cine de los últimos 60 años

No es nada extraño que Michel Piccoli, fallecido a los 94 años, quedara definitivamente consagrado por su prestación en la que, para la cinefilia -o buena parte de ella-, sigue siendo la mejor película de la historia del cine. Hablamos, por supuesto, de El desprecio (Jean-Luc Godard, 1963), una película absolutamente perfecta, que lo tenía todo.

Para empezar, hablaba del propio cine: Cinecittà, Fritz Lang, las tensiones entre el cine europeo y Hollywood; la banda sonora de Delerue y los colores gustosos de Raoul Coutard; un sofá rojo, una pistola y la mayor (y más sexy) estrella europea de todos los tiempos (Brigitte Bardot); amor desgarrado y, entre otras muchas cosas, un Michel Piccoli con sombrero de guionista en apuros.

No es que Piccoli fuese, en 1963, un recién llegado. Ya tenía medio centenar de títulos a sus espaldas, desde que debutó como extra en Sortileges (Christian Jacque, 1945). Pero por algún motivo no era todavía una estrella, y eso que, durante los primeros años, aún tenía pelo.

Hay que decir que él mismo estuvo más pendiente de su floreciente carrera teatral, un ámbito en el que se perfeccionó como actor. Eso hasta que, en ese mismo 1963, participó en El confidente, uno de los magníficos polars de Jean-Pierre Melville, al que Godard y los suyos consideraban como Le Patron, y Piccoli, a partir de ese mismo momento, como su maestro y amigo, aquel que el inoculó el virus de la cinefilia, contra el que no hay vacuna posible. No hay serie que mate eso.

https://www.youtube.com/embed/HDvEzZ1ACKcAntes de Melville y Godard, Piccoli había tenido algunos roles protagónicos y, como decíamos, pelo. Tampoco una melena espectacular, pero todavía no se había hermanado con todos los perdedores capilares del mundo. En Rafles sur la ville, por ejemplo, un notable polar filmado en estudio por Pierre Chenal en 1958, la alopecia todavía no se había cebado con él, aunque ya presentaba esa ambivalencia que caracterizaría su manera de actuar, entre un aparente cinismo, distante y frío, y una humanidad tan solar como trágica.

En el film de Chenal, con el que, siguiendo su costumbre, repetiría al año siguiente, encarna a un inspector de policía a la caza de un gánster que, mientras tanto, aprovecha para seducir despiadadamente a la mujer de un ingenuo policía novato. Acabará sin embargo sacrificándose por los suyos, sofocando una granada destinada a diezmar su departamento en el Quai des Orfèvres.

Un rol que prefigura a su célebre Don Juan televisivo, dirigido por Marcel Bluwal en 1965, donde el seductor acaba por el supuesto en los infiernos, con el soberbio Requiem, de Mozart, como inmejorable telón de fondo sonoro.

https://www.youtube.com/embed/q_LGO8UHjmcMichel Piccoli prestó su discreto encanto burgués, ya que provenía de familia ídem, a media docena de películas de nuestro Luis Buñuel, una colaboración que remonta a La muerte en el jardín (1956), donde irónicamente lució alzacuellos después de haberse declarado ateo en el mundo real, y que llegaría a su apogeo con Belle de jour (1967), en cuya tardía secuela, a cargo de Manoel de Oliveira (Belle toujours, 2006), también participó. Ahí encarnaba al pérfido que abría las puertas del más perverso placer a Catherine Deneuve, la insatisfecha esposa de una de sus amigos.

Piccoli también acabaría trabajando también con Berlanga en Tamaño natural (1974), una película que no gustó nada al aragonés que la calificó de “guarrada”. Ahí terminó la relación entre dos de nuestros más grandes cineastas, aunque Piccoli siguió colaborando con ambos. Fue la voz francesa de Fernando Rey en La vía láctea (1977), y repitió con Berlanga en París Tombuctú (1999). Piccoli era un habitual en nuestras tierras, siempre mantuvo estrechas relaciones con nuestro país.

Si en los 60 Piccoli ya era una marca de prestigio solicitada hasta por Hitchcock (Topaz), acabó brillando más si cabe en la década siguiente, en parte gracias a sus múltiples colaboraciones con Ferreri, que culminaron con La gran comilona (1973); esa película en la que quizás hemos pensado durante este confinamiento de atracones.

Pero sobre todo gracias a su vinculación al cine luminoso de Claude Sautet, que le regaló algunos de sus personajes más memorables, a menudo al lado de la bella Romy Schneider, que quizás nunca estuvo tan deslumbrante como en Max y los chatarreros (1971), donde Piccoli vuelve a hacer gala de su deliciosa ambigüedad, dando vida a otro policía de moral más que dudosa.

https://www.youtube.com/embed/Zh2vIC7kCp8Los tres, Sautet, Piccoli y Schneider, venían de hacer la maravillosa Las cosas de la vida (1970), y prolongarían su alianza hasta la no menos emocionante Mado (1976). Piccoli y Schneider formaban una pareja infalible en la pantalla -el único lugar en el que Romy era feliz-. Hay que verlos también en la antonioniesca La ladrona (Jean Chapot, 1966), donde, como en un eco de El desprecio, él sufre de la enajenación de ella, obsesionada con recuperar, a cualquier precio, al hijo que abandonó años atrás.

Además de formar con Schneider y Mascha Gonska el letal Trío infernal, de François Girod (1974), Piccoli estuvo también en la última, y más difícil película de Schneider, Testimonio de mujer (Jacques Rouffio, 1982), cuando en pleno rodaje esta se enteró de que su hijo había muerto accidentalmente en la famosa verja. La austríaca se suicidó aquel mismo año.

Con más de 200 películas en su haber, la carrera de Michel Piccoli es una larga enumeración de los más grandes directores, entre los que podríamos citar al muy reivindicable Yves Boisset (memorable su papel de malvado en El atentado, basado en el caso Ben Barka), o al italiano Marco Bellocchio gracias al que ganó el premio al mejor actor en el sacrosanto Festival de Cannes con Salto en el vacío (1979), donde era un juez obesionado con cuidar a su hermana, encarnada por una Anouk Aimée, que en la película también tenía tendencias suicidas.

Nos olvidaremos de muchos nombres de cineastas exquisitos, más cuando la carrera de Piccoli, a pesar del paso del tiempo que sólo espació sus trabajos, nunca decayó en cuanto a calidad. En los 80, estuvo, por poner dos ejemplos, en Mala sangre (Leos Carax, 1986) y en Milou en mayo (Louis Malle, 1989), dos películas diametralmente opuestas, pero igual de mayúsculas. En los 90, pintó incansablemente la desnudez de Emmanuelle Béart en La bella mentirosa (Jacques Rivette, 1991) y fichó para Genealogías de un crimen (Raoul Ruiz, 1997), en la que volvía a coincidir con Deneuve.

A principios del nuevo milenio, incorporó a su paleta de cineastas cómplices, que a menudo se proyectaban en él a modo de doble, a Angelopoulos y Iosseliani, y dejó uno de los mejores papas (ateos) que se recuerdan con el entrañable Habemus Papam, de Moretti (2011). Muestra de su constante inquietud, siempre a la búsqueda de nuevos autores destinados a marcar el cine de su tiempo, es que su último trabajo fuese la narración de un mediometraje de Bertrand Mandico, el director de la asombrosa Les garçons sauvages (2017).

Inmenso, inabarcable, y tan claramente insuperable como irremplazable, Michel Piccoli fue una figura sin la cual resulta imposible entender, ni contemplar, el mejor cine de los últimos sesenta años.

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