No es nada extraño que Michel Piccoli, fallecido a los 94 años, quedara definitivamente consagrado por su prestación en la que, para la cinefilia -o buena parte de ella-, sigue siendo la mejor película de la historia del cine. Hablamos, por supuesto, de El desprecio (Jean-Luc Godard, 1963), una película absolutamente perfecta, que lo tenía todo.
Para empezar, hablaba del propio cine: Cinecittà, Fritz Lang, las tensiones entre el cine europeo y Hollywood; la banda sonora de Delerue y los colores gustosos de Raoul Coutard; un sofá rojo, una pistola y la mayor (y más sexy) estrella europea de todos los tiempos (Brigitte Bardot); amor desgarrado y, entre otras muchas cosas, un Michel Piccoli con sombrero de guionista en apuros.
Hay que decir que él mismo estuvo más pendiente de su floreciente carrera teatral, un ámbito en el que se perfeccionó como actor. Eso hasta que, en ese mismo 1963, participó en El confidente, uno de los magníficos polars de Jean-Pierre Melville, al que Godard y los suyos consideraban como Le Patron, y Piccoli, a partir de ese mismo momento, como su maestro y amigo, aquel que el inoculó el virus de la cinefilia, contra el que no hay vacuna posible. No hay serie que mate eso.
https://www.youtube.com/embed/HDvEzZ1ACKcAntes de Melville y Godard, Piccoli había tenido algunos roles protagónicos y, como decíamos, pelo. Tampoco una melena espectacular, pero todavía no se había hermanado con todos los perdedores capilares del mundo. En Rafles sur la ville, por ejemplo, un notable polar filmado en estudio por Pierre Chenal en 1958, la alopecia todavía no se había cebado con él, aunque ya presentaba esa ambivalencia que caracterizaría su manera de actuar, entre un aparente cinismo, distante y frío, y una humanidad tan solar como trágica.
En el film de Chenal, con el que, siguiendo su costumbre, repetiría al año siguiente, encarna a un inspector de policía a la caza de un gánster que, mientras tanto, aprovecha para seducir despiadadamente a la mujer de un ingenuo policía novato. Acabará sin embargo sacrificándose por los suyos, sofocando una granada destinada a diezmar su departamento en el Quai des Orfèvres.
Un rol que prefigura a su célebre Don Juan televisivo, dirigido por Marcel Bluwal en 1965, donde el seductor acaba por el supuesto en los infiernos, con el soberbio Requiem, de Mozart, como inmejorable telón de fondo sonoro.
https://www.youtube.com/embed/q_LGO8UHjmcMichel Piccoli prestó su discreto encanto burgués, ya que provenía de familia ídem, a media docena de películas de nuestro Luis Buñuel, una colaboración que remonta a La muerte en el jardín (1956), donde irónicamente lució alzacuellos después de haberse declarado ateo en el mundo real, y que llegaría a su apogeo con Belle de jour (1967), en cuya tardía secuela, a cargo de Manoel de Oliveira (Belle toujours, 2006), también participó. Ahí encarnaba al pérfido que abría las puertas del más perverso placer a Catherine Deneuve, la insatisfecha esposa de una de sus amigos.
Si en los 60 Piccoli ya era una marca de prestigio solicitada hasta por Hitchcock (Topaz), acabó brillando más si cabe en la década siguiente, en parte gracias a sus múltiples colaboraciones con Ferreri, que culminaron con La gran comilona (1973); esa película en la que quizás hemos pensado durante este confinamiento de atracones.
Pero sobre todo gracias a su vinculación al cine luminoso de Claude Sautet, que le regaló algunos de sus personajes más memorables, a menudo al lado de la bella Romy Schneider, que quizás nunca estuvo tan deslumbrante como en Max y los chatarreros (1971), donde Piccoli vuelve a hacer gala de su deliciosa ambigüedad, dando vida a otro policía de moral más que dudosa.
https://www.youtube.com/embed/Zh2vIC7kCp8Los tres, Sautet, Piccoli y Schneider, venían de hacer la maravillosa Las cosas de la vida (1970), y prolongarían su alianza hasta la no menos emocionante Mado (1976). Piccoli y Schneider formaban una pareja infalible en la pantalla -el único lugar en el que Romy era feliz-. Hay que verlos también en la antonioniesca La ladrona (Jean Chapot, 1966), donde, como en un eco de El desprecio, él sufre de la enajenación de ella, obsesionada con recuperar, a cualquier precio, al hijo que abandonó años atrás.
Además de formar con Schneider y Mascha Gonska el letal Trío infernal, de François Girod (1974), Piccoli estuvo también en la última, y más difícil película de Schneider, Testimonio de mujer (Jacques Rouffio, 1982), cuando en pleno rodaje esta se enteró de que su hijo había muerto accidentalmente en la famosa verja. La austríaca se suicidó aquel mismo año.
Nos olvidaremos de muchos nombres de cineastas exquisitos, más cuando la carrera de Piccoli, a pesar del paso del tiempo que sólo espació sus trabajos, nunca decayó en cuanto a calidad. En los 80, estuvo, por poner dos ejemplos, en Mala sangre (Leos Carax, 1986) y en Milou en mayo (Louis Malle, 1989), dos películas diametralmente opuestas, pero igual de mayúsculas. En los 90, pintó incansablemente la desnudez de Emmanuelle Béart en La bella mentirosa (Jacques Rivette, 1991) y fichó para Genealogías de un crimen (Raoul Ruiz, 1997), en la que volvía a coincidir con Deneuve.
Inmenso, inabarcable, y tan claramente insuperable como irremplazable, Michel Piccoli fue una figura sin la cual resulta imposible entender, ni contemplar, el mejor cine de los últimos sesenta años.
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