Todos hemos querido ser como ellos alguna vez. Se saltan la legalidad a la torera, hacen lo que les da la gana para luchar contra los malos, y no reparan en mientes a la hora de sacar la pipa y provocar una ensalada de tiros. Y todo en pos de una implacable sed de justicia.... O eso dicen ellos. Son los polis malos del cine, una figura a la que Enrique Urbizu y José Coronado pasan revista en No habrá paz para los malvados, el gran estreno español de la semana. Un filme protagonizado por Santos Trinidad, un policía con alma negra que a nosotros nos hace preguntarnos: ¿aguantaríamos a los pistoleros con placa en nuestra vida cotidiana?
En principio, la tentación es decir que sí: cuando tenemos a un Scorpio con rifle tiroteando al personal desde las azoteas de San Francisco, siempre se agradece tener a un Harry el Sucio que haga lo posible y lo imposible para atraparle. Pero recordemos que el director Don Siegel (quien concibió su filme a raíz del caso del Asesino del Zodíaco) y el propio Clint Eastwood crearon a Harry casi como una parodia, algo que sólo se acentuó con las sucesivas aventuras del personaje.
Siegel y Eastwood, que eran muy listos, supieron matizar a su personaje, sentando un precedente para futuros polis malos: muy en el fondo, Callahan es un auténtico cachopán con vocación de proteger al débil. Algo muy necesario en un filme que fue calificado tras su estreno de "fantasía ultraderechista", y cuyo país de origen experimentaba por entonces (1971) una conflictividad social volcánica. Pero algo debía haber cuando (como recuerda el propio Eastwood, y no con agrado) las fuerzas policiales del dictador filipino Ferdinand Marcos usaron la película para motivar a sus agentes. Los abusos cometidos por la dictadura de Marcos (la misma que le prestó los helicópteros a Coppola) y por su policía comenzaron a esclarecerse de forma oficial a comienzos de este año: se estiman un mínimo de 7.256 víctimas con derecho a indemnización.
Mejor no nos imaginamos en qué delitos incurre el Mel Gibson de Arma letal, por ejemplo: un suicida en potencia con gatillo fácil y que, además, cuenta unos chistes malísimos. O nuestro adorado John McClane (Bruce Willis en La jungla de cristal y secuelas) con su perpetua resaca: algo que no se lleva demasiado bien con el recto raciocinio... ni con el uso de las armas. Pero al fin y al cabo McClane es más un superhéroe que un policía convencional, algo que no se aplica a nuestro siguiente sujeto. Porque, con todo nuestro amor a Russell Crowe, recordamos muy mucho a su personaje en L.A. Confidential.
Pero si queremos hablar de agentes de la ley que se portan como señores de horca y cuchillo, tenemos que llegar a los clásicos. Es decir, a Hank Quinlan, el inolvidable detective fronterizo de Orson Welles en Sed de mal. Como al obeso genio le gustaban más las paradojas morales que a un niño un caramelo, se marcó una figura antológica con este grasiento antihéroe, pesadilla de Charlton Heston (detective mexicano) y de su esposa. Por si los spoilers, no detallamos mucho sobre sus actividades, pero baste decir que estas le hacen saltarse la ley multitud de veces con siniestros resultados. Al final [SPOILERS] resulta que Quinlan lleva la razón [/SPOILERS], pero la pregunta está ahí: ¿qué ocurriría si la víctima de sus manejos hubiese sido un inocente?
Será mejor que comencemos a tascar el freno, porque la siguiente parada nos lleva a un arquetipo que también conocemos a fondo: el policía corrupto. Como este sujeto ya ha cruzado la barrera de lo legal, está bien visto que la película de turno le presente como villano, y por ello sus rasgos alcanzan a veces las cotas de una auténtica pesadilla. ¿Cómo olvidar los delirios místicos de Harvey Keitel en la primera Teniente corrupto? ¿O a Gary Oldman persiguiendo a Natalie Portman -el muy desalmado- en El profesional? Por no hablar del rosario de tipos siniestros que Martin Scorsese (vía el original de Johnnie To, Infernal Affairs) nos presentó en Infiltrados. Insistimos: estos personajes nos son presentados de forma negativa desde el principio, pero muchos de sus rasgos (principalmente su disposición al abuso de poder) les emparentan mucho con ciertos héroes de placa y pistola.
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