Cecilia Bartolomé: la directora más feminista (y censurada) de España

Hablamos con Cecilia Bartolomé sobre abortos, películas secuestradas y qué suponía ser mujer en los 60 y 70.
La directora más feminista (y censurada) de España
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La directora más feminista (y censurada) de España

*Esta entrevista fue publicada el 12.06.2017*

La primera vez que oí hablar de Cecilia Bartolomé pensé que era un hombre. Fue en 2014, durante la promoción de La isla mínima, cuando el director Alberto Rodríguez citó como fuente de inspiración los documentales de los hermanos Bartolomé. Dos años después, recién cumplidos mis 32, me topé, en un manual sobre el Nuevo Cine Español, con el nombre en femenino. Pero seguí sin caer en que Cecilia Bartolomé era uno de los hermanos. 

Mosqueada por los escuetos párrafos que le dedicaba el libro, en comparación con sus compañeros varones Saura, Patino, Summers, Regueiro, etc, acudí pocos días después a la biblioteca de la Academia de Cine, uno de los secretos mejor guardados de Madrid para cinéfilos y amantes de nuestra historia del cine.

Tampoco allí encontré ningún libro sobre Cecilia Bartolomé –más tarde conocería la existencia de El encanto de la lógica, compendio de textos sobre la cineasta reunidos por Josetxo Cerdán y Marina Díaz López dentro de una serie de título profético, Los olvidados–. Lo que sí que descubrí aquel día fue una copia de trabajo de una película suya, un mediometraje titulado Margarita y el lobo. 

“Caperucita, Caperucita, si te enamoras, cierra los oídos, cierra la boca, ciérrate la boca con esparadrapo”, canta Margarita (la actriz Julia Peña) en uno de los números musicales de esta adaptación libre de la novela de Christiane Rochefort. 

Es Margarita y el lobo la historia de su separación de Don Lorenzo (“no dirás que no te lo avisamos, para un muchacho tan brillante como tú una mujer así sólo iba a ser un lastre”), pero también la radiografía de un momento en España, finales de los años 60, en el que los jóvenes luchaban por abrirse paso en una sociedad de mantillas y credos.

También, por supuesto, las mujeres. Atrapadas entre el matrimonio y el libertinaje (“¿y tú que te has creído, que tienes el canuto de Aladino? ¡Pues vete a tomar por culo!”, le espeta Margarita a su amante), luchan por encontrar un lugar –¿la música? ¿la universidad? ¿la pintura que el marido infravalora?…– en aquella España casposa y carca. 

“Y a fuerza de ejercitarnos en nuestro papel de cotorras conseguimos darles a nuestros maridos un recital de estupidez femenina. Se habla de amores célebres, recetas de cocina, belleza, horóscopos. Se ve que somos mujeres. Repugnantes pero todo está en paz. Y ese es el mejor camino para el lesbianismo”, dice mirando a cámara Margarita en una de las películas más modernas y rabiosas –échate a un lado Nouvelle Vague– del Nuevo Cine Español. 

"Margarita y el lobo es uno de los trabajos más sorprendentes de Cecilia Bartolomé, cuenta el historiador Luis Parés. Hacer una película así en los años 60 me parece un acto casi terrorista. Lo critica todo: la iglesia, la beatería, la familia, la sexualidad en la pareja, etc. Sólo es comparable a Después de…, el documental que ella misma dirigió con su hermano. Cecilia Bartolomé fue la única cineasta de la Transición que se atrevió a contar lo que estaba pasando en la calle, y lo llevó hasta las últimas consecuencias, siendo estas consecuencias ni más ni menos que el secuestro del documental".

Margarita y el lobo era una práctica de la Escuela Oficial de Cine, centro educativo donde se gestó el Nuevo Cine Español. Pero no era la primera que dirigía Cecilia Bartolomé, tal y como descubrí en internet algo escamada por haberme topado tan tarde con sus trabajos. 

Entre sus cortometrajes anteriores, destaca otra de sus prácticas para la Escuela, Carmen de Carabanchel. “Y Carmen y Juan se casaron muy jóvenes y tuvieron muchos hijos y fueron muy felices. Y con el tiempo hasta se compraron a plazos un pisito por Carabanchel”, decía una voz en off de esta brillante y atrevida pieza en blanco y negro que se atrevía con uno de los grandes tabúes de la época: el aborto.

"No sé si ha influido el hecho de que sea mujer para que su filmografía sea hoy tan desconocida", reflexiona Luis Parés sobre una directora a la que, según él, se ha reivindicado sólo desde el punto de vista femenino, cuando, por encima de todas las cosas "fue una de las cineastas (contando hombres y mujeres) más radicales y modernas de su época". "Lo que es innegable es que siempre ha sido una cineasta muy incómoda. 

En todas sus películas ha tocado temas que ni estaban de moda ni sentaban bien a la industria y a la sociedad del momento: la política en Después de…, la liberación de la mujer en Vámonos, Bárbara…". Y sí, aunque en 2014 fue galardona con la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes, no hay duda de que la filmografía de Cecilia Bartolomé ha sido injustamente olvidada. No sólo resulta desconocida para el público general sino también para los cinéfilos conocedores de la historia del cine español. 

Algo que choca mucho más aún al conocerla. Vestida muy moderna, con el pelo corto y unos muy bien llevados 74 años, Cecilia llega a la entrevista después de estar con su nieta, a la que siempre permite saltarse los deberes, irradiando una contagiosa rebeldía y un inmejorable sentido del humor. Es muy evidente que su cine tan valiente no surge de la nada.

La directora más feminista (y censurada) de España
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Cecilia, en Carmen de Carabanchel hay una clara conciencia de los problemas de las mujeres en la España de los 60.

Cuando yo verdaderamente tomo conciencia de lo que está pasando en el país, de lo que está ocurriendo, y de la situación de la mujer en España es cuando me quedo embarazada. Aquello me pareció estupendo. Estaba estudiando y trabajando y me quedo embarazada… Y pienso, pues como mi madre, sigo con todo para adelante. 

Pero yo vivía en Carabanchel y mi vecindario era de niveles sociales con menor preparación. En la peluquería escuchaba las historias espantosas de mis vecinas, que tenían terror a hacer el amor porque se quedaban embarazadas. Yo les intentaba contar que había medidas para que no se quedasen. Eran mujeres que estaban volviéndose frígidas porque si no la cagaban. Mi vecina de al lado tenía cuatro niños y se quedó preñada del quinto. La otra vecina le recomendó que, para abortar, y esto sale en Carmen de Carabanchel, cogiese un barreño con agua caliente y amoniaco, y se diese un baño de asiento. Vamos, para echar el embarazo, las tripas y todo lo demás. 

Esta mujer acabó gravísima en el hospital. Después de esto yo fui al “ginecólogo de los coños progresistas”, así llamaban al doctor Hernández, del PC, amigo íntimo de Pablo del Amo, el montador, para que me llevase el embarazo. Él no quería meterse en abortos porque estaba muy implicado en la regulación del control de natalidad. Nos traía de Inglaterra el diafragma.

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¿Cuántos años tenías cuando tuviste a tu primer hijo?

Veinte. Me acuerdo de que quería hacer un contrapicado en una práctica y no podía por la barriga. Mi pareja, que trabajaba también en el corto, tuvo que sujetarme los pies para que no me balanceara y que pudiese encuadrar. Normal que con estas cosas se me adelantase el parto. Recién parida llamé a la Escuela porque me habían adelantado el montaje y se suponía que tenía que ir a montar al día siguiente. Salí del paritorio nerviosísima pidiendo un teléfono. A las ocho de la mañana llamé y les conté que acababa de parir y que no podía ir a montar.

¿La maternidad no supuso nunca un freno en tu vida profesional?

No. Bueno, sí, pero mucho después. Cuando mis hijos entraron en la adolescencia. Yo a mis bebés los metía en un capazo y me los llevaba adonde fuera. Me acuerdo de un rodaje en el que mi primer hijo andaba en el tacataca y Juan Tébar era mi ayudante. Le dije: “Mira, Juanito, hazme el favor. Dale tú el potito y vigílame al enano mientras rodamos”. Y me puse a rodar el plano que tenía que rodar. Todo te lo veías hecho… Quizás es que éramos muy jóvenes…

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¿Cómo se recibió en pleno Franquismo un corto tan directo y crítico como Carmen de Carabanchel?

Fue un escandalazo. Primero, por el tema, que a las fuerzas vivas de la escuela les espantó. Pero yo no sólo quería contar una historia que me interesaba sino que no quería contarla literalmente, como una historial normal. Lo que quería era darle el tono esperpéntico. Yo no podía entender como en Carmen, de Bizet, y en todas esas historias, las cortesanas nunca se quedaban embarazadas a pesar de estar todo el día en la cama con unos y con otros. Me parecían cuentos de hadas. Por eso llamé al corto Carmen de Carabanchel. La Carmen de verdad, la Carmen de un barrio de esa época, sin los medios para irse a abortar a Londres. Aunque a Londres todavía no se iban, eso fue un poco después. Esa fue la forma que elegí para narrarlo, hacer una parodia de la ópera. 

Me tocó repetir curso pero años después se hizo en la Filmoteca un pase de las prácticas más importantes de la Escuela y me encuentro con que habían metido la práctica de fin de carrera de Víctor Erice y la de Pedro Olea, que habían sido, bueno, las obras maestras del siglo, porque ellos fueron los únicos que acabaron la carrera a la primera, junto a Carmen de Carabanchel. Me quedé lívida. Llamé a la Filmoteca y pregunté quién había hecho esa cabronada de ponerme mi práctica suspendida con las obras de los genios de la Escuela. Me contestaron: “Sí, porque rompiste”. Hasta ese momento se había hecho un cine muy serio, muy antonioniano. Por eso me suspendieron, también, porque no entendieron el corto. Y encima el tema.

Me decías que en la infancia pensabas que era fantástico ser mujer.

Sí, de niña pensaba que era cojonudo ser mujer. Hacía lo mismo que mis hermanos, podía estudiar como ellos y jugar a las mismas cosas. Además, podía hacer cosas que ellos no podían hacer, ponerme falda o pantalón, pintarme los morros o no pintármelos, llevar el pelo corto o dejarme la melena hasta el suelo. Y, sobre todo, la maternidad. Mi madre era una profesional que se fue a África embarazada de ocho meses y con cinco niños encima. En Guinea trabajó como profesora. Entonces, para mí trabajar y tener hijos no son cosas incompatibles para nada. Yo estaba encantada de ser tía… hasta que vine a España.

En algún momento se tenía que fastidiar, sí.

Sí, fue en ese momento, cuando entré en la Escuela de Cine, que era un nido de rojeras todos muy progres y tal, pero de ahí sólo salimos tres mujeres, la Molina, la Miró y yo. Éramos bichos raros. Nos preguntaban: “¿Pero tú por qué te has metido a estudiar cine?”. Y nosotras contestábamos: “Porque nos gusta el cine, como a vosotros, ¿no?”. Mis padres se creían que estaba estudiando ingeniería industrial. Los engañé como a chinos. Cuando se enteraron se enfadaron muchísimo. En aquella época lo que se sabía era que el cine era un lugar de bohemios, de artistas… Mi padre era un hombre muy conservador pero no en el tema de la mujer. Habían estudiado en la Institución Libre de Enseñanza, así que creían en la igualdad de sexos.

¿Por qué fueron a África tus padres?

Salió una vacante de inspección de enseñanza en Guinea y se fueron. Éramos seis hermanos y allí les triplicaban el sueldo, así que decidieron que nos fuésemos. Para mí, llegar a África fue la liberación. Yo era pequeña pero recuerdo el ambiente sórdido, gris, y de repente, meterme en un barco y descubrir el mundo y ver el Teide. En ese mismo barco descubrí mi vocación de directora montando una función de teatro de una historia que había leído en una revista. También de productora porque cobraba por la entrada.

Decías que tu llegada a España rompe tu idilio con el hecho de ser mujer. Pero, ¿cuándo se da tu toma de conciencia con el hecho de ser mujer?

Fue en mi llegada a España. Empecé a estudiar ingeniería y luego económicas, pero era imposible de compatibilizar con la escuela. Ya en ingeniería comprobé que yo era la única mujer. En económicas también éramos muy pocas. En la Escuela de Cine no había machismo directo, era mucho más sutil. Josefina Molina lo dice siempre también. Teníamos que estar todo el rato justificándonos y no nos podíamos equivocar. Víctor Erice podía cambiar de objetivo veinte veces y ser considerado un perfeccionista. Josefina y yo no podíamos cambiar porque los demás inmediatamente pensaban que no sabíamos lo que queríamos.

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¿Cómo ha influido el hecho de que seas mujer en tu trabajo como directora, en el set de rodaje?

Yo al rodaje llegaba siempre diez minutos tarde por sistema, fumándome un puro y pegando gritos. Los tenía aterrados. Dicho esto, siempre he tenido muy buen rollo con mi equipo y he hecho buenos amigos. Pero, en el plano profesional, no pasaba ni una.

Aunque tocabas temas peliagudos nunca faltaba el humor en tus películas…

No. Siempre he admirado a Azcona. Yo creo que el esperpento es mi línea y la línea, creo, de España. Es decir, en España no hay ninguna situación que no pase de un instante a otro del drama a la comedia. Se pasa de lo trágico a lo grotesco sin solución de continuidad. En Después de… la gente se descojona mientras habla. Y no es ninguna comedia. Para mí el ejemplo más claro es cuando esas viejecitas están hablando de que los conejos se comían los cadáveres de sus maridos y la gente está riendo detrás y de pronto entra un hombre que cuenta cómo un padre sacrificó a uno de sus hijos por el resto de los hermanos. Se te ponen los pelos de punta de repente y acabas de reírte de las viejecitas.

¿Cómo fuisteis ganando derechos y libertades las mujeres en aquellos años?

Empezó antes de la Transición. Ya en la dictadura se empezaron ciertos movimientos. Nos juntábamos aquí cerca, en Almagro, en casa de una que todavía sigue metida en política. Yo propuse una cosa, pero como siempre me dijeron que cachondeos los justos. Quería comprar tela por si aparecía por ahí la policía con el chivatazo de que estábamos conspirando. Si venían siempre les podíamos decir que estábamos bordando un manto para la virgen del Pilar. La única que me apoyaba era Julia Peña, que fue una mujer como la copa de un pino, una tía muy femenina y que fue un referente para todas nosotras por lo feminista, honesta y generosa que era. Fue una militante del PC que jamás aceptó ningún cargo, fue detenida varias veces, siempre en el campo de batalla.

En una ocasión se reunieron en su apartamento mientras ella representaba Lisístrata, con Aurora Bautista. Llegó la policía y todos huyeron por los tejados. Inmediatamente, se fueron al teatro y, para no dar un escándalo, se metieron entre bastidores. Aurora Bautista estaba fatal: “No sé cómo puedes continuar con la obra, voy a vomitar”. Y Julia, tan tranquila. Y Aurora: “¿Y si nos detienen a todos?”. Y Julia: “A ti no te van a detener, que tú has sido Agustina de Aragón, si detienen a alguien será a mí”. Y así fue. Acabó la función y se la llevaron al calabozo. 

Era una mujer excepcional, quedó muy desengañada del mundo del cine y estudió para ser ayudante técnico psiquiátrico. Se lo sacó e hizo unas prácticas en un psiquiátrico muy famoso del momento. Organizó una fina. Radicalizó a los locos, convenciéndoles de que les estaban dando una comida muy mala.

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Tus primeras películas recuerdan a las de la Nouvelle Vague. ¿Habíais visto ese cine en la Escuela?

Sí. Habíamos visto bastantes películas. Nos encantaba, por ejemplo, Pierrot el loco. Pero Margarita y el lobo, más que de estas referencias, es así formalmente porque no había otra forma de contarla. No tiene ningún orden y hasta el final no entiendes por qué ella se separa del marido.

¿Había mucha censura en la Escuela Oficial de Cine?

Al principio, sí. Carmen de Carabanchel marca un punto de inflexión, a partir de ahí se empiezan a tratar temas más espinosos. De todas formas, la que fue totalmente secuestrada fue Margarita y el lobo. Intentaron destruirla y el director de la Escuela la metió en Censura oficial, no en la interna que teníamos en la Escuela. Ahí fue cuando se montó el pitote. Me abrieron un expediente y me metieron en todas las listas negras, dijeron de mí todo lo que se podía decir. Yo, además, les rebatí, y fue mucho peor. 

Antes de eso, me dio tiempo a hacer algunos pases privados en la Escuela a los que acudió bastante gente. Por ejemplo, José María González Sinde y Huarte, que quiso hacer en largo el mediometraje. Él salvó la copia de que la destruyesen e intentó por todos los medios producirla. Pero no fue posible, ni presentando el guion corregido ni sin mi firma ni dirigido por Manuel Gutiérrez Aragón… A partir de ese momento ni me molesté en presentar más proyectos porque sabía que no me los iban a aceptar. 

Mi vida hubiese sido totalmente distinta si esta película no se hubiese secuestrado. Primero, hubiese debutado con una película de bastante impacto. Y segundo, se me propuso llevar la película clandestinamente a París y estrenarla con un mediometraje de Agnès Varda. Dije que no porque la película no era mía, era de la Escuela, y además, estaba absolutamente prohibida en España, así que me hubiese tenido que ir a vivir a París.

¿No te tentó la idea?

Ya me había aclimatado a España, tenía mis amigos aquí, mi marido y mis hijos. Me había costado lo mío llegar de África y decidí que no me quería ir. Así que me dediqué a lo único que se puede hacer sin firmar: la publicidad.

En el año 76 te encargan Vámonos, Bárbara, inspirada en Alicia ya no vive aquí.

Sí. Vámonos, Bárbara fue un encargo pero intenté meter todo lo posible de mi cosecha. Me dieron una sinopsis en la línea de la película de Scorsese. Yo dije que la dirigía pero cambiando todo: para empezar, que la que se iba de casa era la mujer. La producía Matas y me dio total libertad, aunque luego acabamos muy peleados y luego volvimos a ser amigos. Yo era una niñata y él era un semidios. Tenía el 50 % de los cines de Barcelona, tenía hasta un cine en Nueva Orleans. El guion fue muy bien. Aceptó todos los cambios que le propuse, incluido el de que fuese la mujer la que dejase al marido. 

Pero en el rodaje nos peleamos por culpa de un coche. Yo quería un coche destartalado como el que usaba. Pero Matas era amigo de uno de la Ford y había quedado con él en que sacaría el Ford Fiesta, que acababa de lanzarse al mercado. Yo me negué porque el personaje tenía que llevar un coche destartalado y no nuevo. Le dije que no rodaba, aunque al final me lo pensé mejor. 

Vino la jefa de producción, Marisol Carnicero. Era también su primera película y éramos las dos menuditas, bajitas, y muy jóvenes, y llevábamos de ayudantes a dos tíos mayores, que siempre les iban a pedir explicaciones a ellos y tenían que decir que las jefas éramos nosotras. Marisol me convenció de que no me enfrentase con Matas. Me dijo: “Tienes razón, lo del coche es una cabezonada de Alfredo. Pero tú ya llevas una reputación de los follones en los que te metiste en la Escuela, de los años que has estado sin trabajar y ahora vas, y paras un rodaje porque no te gusta un coche. Eso es lo que quedará”. Así que trabajé con el director de arte para camuflar el coche. Le pusimos unas fundas y lo ensuciamos para que perdiese el verde horrendo.

¿Cómo fue la película en su estreno?

Las primeras dos semanas fue floja, aunque salieron muchísimos artículos en los periódicos. Porque, después de Josefina, era la segunda mujer que dirigía. Además era una película sobre una mujer que se separaba de su marido… Pero Matas la retiró de los cines rápidamente. En vez de reestrenarla en cines de reestreno, la reestrenó seis meses después cuando nadie se acordaba de la película. También era una película complicada con un final muy agrio. Yo tenía claro que no podía terminar la peli con un príncipe azul. Era la historia de una tía que se estaba buscando a sí misma. Toda la peli están hablando de que por fin la niña ha encontrado el lugar del padre y que una y otra hacen lo que les da la gana. Y eso Matas siempre me lo aceptó.

Me encantan las amigas de la playa de la protagonista. Están hasta las narices de sus maridos pero a ella, por separarse, la consideran una lanzada. ¿Te sentías tú así en la época?

En esa época ya había más mujeres lanzadas. Era otra época, desde luego. Me acuerdo de que yo envidié mucho a Iciar Bollaín cuando me contó que se había ido a rodar a Bolivia También la lluvia porque su marido, Paul Laverty la había obligado a marcharse y se había quedado él con los tres hijos. Le dije: “Sabes lo que te digo, Iciar, que no te envidio porque hayas podido hacer más películas que yo. Lo que te envidio de verdad es el marido”.

¿De qué proyecto de tu carrera te sientes más orgullosa?

Curiosamente, del documental que rodé para Cuéntame. Fue una píldora envenenada. Habían visto Después de… y querían hacer un especial de Carrero Blanco. Me di cuenta de que tenía que convertirlo en algo que resultase apasionante. Lo convertí en una historia de amor fou. Carrero era un hombre gris, aburrido, con un cerebro privilegiado totalmente opuesto a Franco pero era el único hombre en el que Franco confiaba. Por supuesto, le metí boleros. Hizo récord de audiencia y superó a Gran Hermano. No he hecho en mi vida nada que le llegue a la suela de los zapatos. Pero, ¿sabes por qué creo que fue? Porque, y esto lo saben muy bien los americanos, Coppola y Scorsese y todos estos, para conseguir un éxito tienes que estar verdaderamente enamorado de una historia.

¿Por qué pasó lo que pasó con tus documentales Después de…, No se os puede dejar solos y Atado y bien atado?

Estuvieron secuestrados dos años. Dijeron que eran incómodos y que habíamos bipolarizando al país. Esto lo dijo UCD y lo cierto es que se acojonaron por el final, en el que un hombre dice que todo se solucionaría con un golpe de Estado. Hasta que no entró el PSOE no lo volvieron a proyectar. Se secuestró por razones políticas aunque las que alegaron fueron administrativas.

Es una pena porque con tantos secuestros nos hemos perdido muchos proyectos tuyos…

De hecho, hace tiempo que no me molesto en hacer ficción. Hubo otro proyecto que estuve a punto de hacer y al final no salió, que era una adaptación de El silencio de las sirenas, de Adelaida García Morales.

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