Por qué 'El hilo invisible' no debería ganar el Oscar

¿Quizás estamos buscando problemas con nuestros gustos? Paul Thomas Anderson, puedes coser casi cualquier cosa dentro de un dobladillo, pero no un Oscar.
Por qué 'El hilo invisible' no debería ganar el Oscar
Por qué 'El hilo invisible' no debería ganar el Oscar
Por qué 'El hilo invisible' no debería ganar el Oscar

En CINEMANÍA nos gusta cortar trajes, y por eso nuestro ciclo anual contra cada uno de los títulos nominados en la categoría de mejor película de los Oscar ya ha hecho trizas las posibilidades de Déjame salir, Tres anuncios en las afueras, Lady Bird, La forma del agua, Call Me By Your Name, Dunkerque o El instante más oscuro. Ahora nos trasladamos a la Inglaterra de los años 50 para arremeter contra la casa Woodcock y las posibilidades de que la última película de Paul Thomas Anderson se lleve el premio gordo de la noche. Hay mucha tela que cortar, pero también puedes leer nuestra crítica de El hilo invisible antes de pasar a los jirones.

¿Es demasiado complicada?

En El hilo invisible, Paul Thomas Anderson toma la figura del diseñador Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis) y su relación con la joven Alma (Vicky Krieps) como vehículo para hablar de la delicada red de complejidades y contrapesos que se teje en toda relación sentimental. Para ello, pone en marcha una dinámica muy conocida: la del genio excéntrico con cero empatía que desgasta a su antojo a su pareja, muchas veces con un impuesto rol de musa, hasta desecharla. Esta clase de comportamientos tóxicos, tan extendidos, no casan muy bien con la recién descubierta sensibilidad del espectador medio, incapaz de soportar que los protagonistas de las películas hagan cosas malas (!), lo que, como en el caso de Tres anuncios en las afueras, ha generado reacciones en contra del filme que se quedan en esa superficie –oye, Jennifer Lawrence ni vio más de tres minutos para formarse una opinión– sin molestarse en reparar en la toma de poder de Alma, la masculinidad quebrada de Reynolds o ninguna otra consideración, como la importancia fundamental de la época y el ambiente concreto en el que se enmarca la historia a la hora de desarrollar sus aristas más afiladas.

Aquí ya explicamos por qué considerábamos El hilo invisible un gran tratado sobre las relaciones sentimentales y la pareja como fármaco (remedio y veneno). Tener que volver a hacerlo, de manera incansable, si la película ganara el Oscar –precisamente en un año donde las reclamaciones feministas se perciben como un bloque monolítico incontestable– ya es suficiente motivo para no querer que pase.

¿O demasiado simple?

Por otro lado, habrá quien considere que después de haberse convertido en un virtuoso de las historias corales (Boogie Nights, Magnolia, Puro vicio) y los retratos de personajes individuales (Pozos de ambición, The Master), a PTA no se le da tan bien jugar a dos bandas en la narración. ¿Es El hilo invisible una película sobre Woodcock o sobre Alma? Debería ser sobre los dos, pero el ímpetu interpretativo de Daniel Day-Lewis suele arrollar la excepcional actuación de Vicky Krieps, matizada en una multiplicidad apabullante de microgestos en su rostro; la sutileza nunca ha casado bien con los gustos de la Academia, por lo que no es extraño que la actriz luxemburguesa se haya quedado sin nominación. Lesley Manville, maravillosa, sí ha tenido ese reconocimiento, pero su papel como la hermana de imperturbables miradas fulminantes es uno de los aspectos más tópicos de la historia.

Porque, al final, ¿qué nos dice El hilo invisible? ¿Que las relaciones entre las personas son una cosa muy complicada? En fin, quizás no hacía falta tanto despliegue de medios para semejante obviedad. Tratándose de un director como Paul Thomas Anderson, era de esperar que el juego de control gastronómico –tan telegrafiado con el comportamiento de Reynolds– tuviera alguna otra doblez antes de que se acabara la historia, pero resulta que no es así. Una tortilla está muy rica y alimenta, pero es tan sencilla de preparar que nos la hacemos en casa; cuando acudimos al restaurante de un superchef esperamos algo más elaborado.

No, es demasiado autoconsciente

Como suele ocurrir con muchos de los grandes cineastas estadounidenses que también escriben sus guiones, a lo largo de los años Paul Thomas Anderson ha demostrado ser un director portentoso, pero un guionista con punzantes limitaciones. Lo suyo es la creación de escenas maravillosas, que luego lucha por ensamblar de una manera igual de eficaz narrativamente que el placer estético que suponen sus cataratas de imágenes al irrumpir sobre nuestros ojos. Cada movimiento de cámara, cada plano de reacción actoral, cada exploración del espacio dentro de la mansión Woodcock, cada minuto de metraje que llena y eleva el embriagador score de Jonny Greenwood... Todo está calculado con la precisión de un sastre; demonios, si PTA es incluso capaz de trasladar a todo el equipo técnico y artístico a los Alpes para rodar una secuencia mínima, de apenas tres planos durante la luna de miel de Reynolds y Alma, pero de una hermosura apabullante. ¿Más muestras de hipercontrol desbocado? ¡Hasta ha hecho una lista de canciones para poner en los cines antes de la película!

Dentro de la propia película está la evidencia de lo bien que le habría venido un poco menos de control máximo del director sobre cada aspecto. La secuencia de la cena que Alma prepara en casa a Reynolds con catastrófico y desopilante resultado está formada casi íntegramente por diálogos improvisados ("¿Te han enviado para arruinarme la noche, o quizás la vida entera?") y las reacciones en las caras de los actores son genuinas. Eso hace que la escena funcione a un nivel muy diferente al resto de la película, realmente imprevisible; es el contraste lo que la hace tan poderosa –igual que Reynolds se desestabiliza porque ha perdido el control absoluto que necesita para vivir, lo mismo sucede con la película, que aquí respira–, pero también nos hace pensar en lo maravillosos que habrían sido más momentos así.

Total, PTA no se merece un Oscar

Un momento imborrable de la historia reciente de los Oscar tuvo lugar en la gala de 2001. Cuando se anunció el premio de mejor dirección para Una mente maravillosa, el biopic de John Nash almibarado por Ron Howard que también acabaría haciéndose con la estatuilla de mejor película, la realización televisiva captó por unos instantes en el patio de butacas a David Lynch Robert Altman dándose la mano y congratulándose. Ellos también estaban nominados –por Mulholland Drive Gosford Park, respectivamente–, pero su cara de perdedores no podía ser más jovial.

Admitámoslo: por mucho autobombo legitimador que quieran darse, los premios de la Academia de Hollywood no están pensados para resaltar el talento de los grandes artistas cinematográficos que marcan el devenir del medio. Son una celebración de la industria –y sus propias limitaciones– que va en paralelo al arte, por lo que un cineasta de la talla de Paul Thomas Anderson está muy por encima de los Oscar. Si Alfred Hitchcock, Robert Altman o David Lynch, de cuyos legados El hilo invisible participa con admiración, no tienen, ¿por qué hacerle al director este demérito? El hilo invisible no necesita ningún Oscar para pasar a la historia.

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