El caso 'Ghost in the Shell': ¿Sueñan los androides con pieles blanqueadas?

De anime pionero en Occidente a piedra de toque sobre el racismo en Hollywood: así se ha convertido lo nuevo de Scarlett Johansson en el ojo de un huracán
El caso 'Ghost in the Shell': ¿Sueñan los androides con pieles blanqueadas?
El caso 'Ghost in the Shell': ¿Sueñan los androides con pieles blanqueadas?
El caso 'Ghost in the Shell': ¿Sueñan los androides con pieles blanqueadas?

La llegada de Ghost in the Shell: El alma de la máquina a Hollywood ha sido un proceso extraño. Más aún, incluso, de lo normal en un blockbuster. En ella se citan nombres célebres (Scarlett Johansson, Steven Spielberg) con otros menos conocidos, si bien influyentes (el productor Avi Arad) o prestigiosos (Juliette Binoche, Takeshi Kitano), envueltos en una preproducción de ocho años y un rodaje sitiado por la polémica. Y, para postre, una campaña viral que se ha torcido penosamente al llegar al público. Una criatura, en suma, compleja y llena de problemas.

Pero, para quienes conozcan ya la franquicia, dicha peculiaridad resultará natural. Con Ghost in the Shell hablamos de un producto que nunca ha batido récords en su Japón natal, pero cuya influencia causó terremotos en Occidente (sí: aquí están las raíces de Matrix). De una fábula sobre la modernidad y sus cataclismos cuya transición a la imagen real ha puesto de relieve verdades incómodas sobre las debilidades del cine-espectáculo y la sociedad de la información. Y, además, de una obra vinculada al auge de internet… cuyo remake made in USA ha llenado las redes con una expresión en inglés que las majors aprenden a temer como a la peste: “Whitewashing”. O, en un castellano aproximado, “blanqueamiento”. Esa costumbre según la cual Hollywood elimina a las minorías étnicas de su (y, por tanto, de nuestro) campo visual.

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Colores sintéticos

El fichaje de Scarlett Johansson como protagonista de Ghost in the Shell fue anunciado el 14 de abril de 2016. E, inmediatamente, internet se volvió avispero: desde profesionales de origen oriental, como la actriz Ming-Na Wen (Agentes de SHIELD) y el guionista de cómics John Tsuei, hasta usuarios blancos, anglosajones y protestantes, los mensajes oscilaron entre lo irónico (“Scarlett abraza sus raíces japonesas”) y lo iracundo. Se llegó a rumorear que la película maquillaría digitalmente a Johansson para hacerla parecer asiática, y se habló de un “apartheid” hacia las intérpretes de ojos rasgados.

Frente a tal situación, el director Rupert Sanders capeó el temporal como mejor supo. Es decir, adulando a su estrella (“Scarlett es la mejor actriz de su generación”) y llamándose a sagrado ante los guardianes de la diversidad racial. Según adujo el cineasta, contar con Johansson le había permitido fichar a la francesa Binoche y a los japoneses Kitano y Kaori Mamoi. “Para tener el reparto que tú quieres, necesitas a alguien que vaya a los talk shows”, explicó el cineasta. En una entrevista para Marie Claire, la propia ‘Scar-Jo’ se exculpaba (“Jamás interpretaría a un personaje de otra raza”) para después jugar la carta del feminismo: “Tener a una mujer como protagonista en una franquicia es una oportunidad poco corriente”.

Las excusas de Sanders y Johansson pueden mover al sonrojo, pero admitamos que al director y la actriz les había caído encima una papeleta de aúpa. Porque Ghost in the Shell  no es sólo una película polémica: también es un encargo que Sanders recibió de labios de Steven Spielberg. Desde 2004, cuando DreamWorks distribuyó en EE UU Ghost in the Shell: Innocence (el segundo largo animado de la franquicia), se sabía que el hombre de la gorra quería trasplantar a Hollywood a la cíborg Motoko Kusanagi, alias ‘la Mayor’ (Johansson) y a sus esbirros de la Sección 9, esa agencia clandestina, nipona y futurista que liquida terroristas cibernéticos de forma, digamos, paralegal.

De cuotas y cuentas

Desde sus orígenes (el manga de Masamune Shirow), y más aún desde su llegada al cine (de manos del muy meditabundo Mamoru Oshii), la saga de la Sección 9 ha girado en torno a las fragilidades de la identidad en la era tecnológica. ¿Irónico? Pues sí. Porque Ghost in the Shell ha puesto de relieve una obsesión de cierto público contemporáneo (es decir, de internet): la representación de las identidades. Unas identidades que, todo sea dicho, habían sido arrebatadas de antemano. Baste recordar a Al Jolson en El cantor de jazz, o a Mickey Rooney en Desayuno con diamantes para saber que, en EE UU, los espectros del blackface y el yellowface (actores maquillados como negros o asiáticos) nunca se han desvanecido del todo.

Para desentrañar el embolado, empecemos con cifras: según la Universidad del Sur de California, un 73% de las películas estadounidenses estrenadas en 2015 contaron con intérpretes blancos como protagonistas. A los afroamericanos les correspondió el 12,5%, seguidos por los asiáticos (5,3%) y los latinos (4,9%). Unas cifras que se corresponden con las proporciones étnicas del censo de EE UU. Pero aquí no hablamos sólo de cuotas que satisfacer, sino también de cuentas por saldar: las décadas en las que un actor negro, o de origen chino, no podía ni soñar con intervenir en un gran estreno pesan demasiado.

Sumemos a esto el auge de las políticas identitarias, o lo rápido que expresiones como “apropiación cultural” se han puesto de moda en redes sociales. Así entenderemos, por ejemplo, la que le cayó a M. Night Shyamalan en 2010 por contar con actores caucásicos para Airbender: El último guerrero. Un filme ambientado en un mundo imaginario, pero inspirado en las culturas china, tibetana e inuit.

Asimismo, pueden leerse ataques contra Prince of Persia: Las arenas del tiempo (también de 2010, con Jake Gyllenhaal), o incluso contra la saga Los juegos del hambre, afirmándose que Katniss Everdeen (una joven de piel aceitunada, en la versión literaria) no podía y no debía tener el rostro anglosajón de Jennifer Lawrence. Incluso un filme tan de derribo como Dioses de Egipto (2016) fue puesto en la picota por recurrir a Nikolaj Coster-Waldau y Gerard Butler en lugar de a actores de la cuenca del Nilo. Y Power Rangers se ha llevado collejas por contar con Elizabeth Banks como la villana Rita Repulsa.

Tras tanto bizantinismo, algún lector sentiría ganas de darle la razón a Ridley Scott, cuando este explicó por qué Exodus: Dioses y reyes tenía a un galés (Christian Bale) haciendo de profeta hebreo y a una faraona (Sigourney Weaver) nacida en Manhattan. “Si hubiera puesto de protagonista a un actor llamado Mohamed, nadie querría financiarme esto”, espetó el director. Y, pese a lo grosera que resulta, la frase es reveladora: el estrellato, por ahora, es un manjar reservado a los blancos. Y cada papel privado de su identidad étnica es una oportunidad robada a las minorías.

"No podíamos ganar"

Pero la mayor barrera para la empatía del público generalista es que, con frecuencia, estas controversias dejan a ambos bandos en tablas. Véase el embrollo montado en torno a Doctor Strange (Doctor Extraño) cuando Marvel fichó a Tilda Swinton para interpretar al Anciano, un personaje que, en el cómic original, viene del Tíbet. Tras las primeras invectivas, la inglesa reaccionó carteándose con la comediante Margaret Cho, una de sus mayores detractoras, para explicarle su postura. Cho declaró sentirse ofendida por el gesto (“Me hacía sentir como su criada, sólo por el hecho de que soy asiática”), con lo que Tilda Swinton acabó publicando la correspondencia entre ambas.

Inútil afán: aunque los correos en cuestión estaban escritos con cortesía impoluta, medios como The Independent se tiraron a por la actriz de Michael Clayton, acusándola de escudarse tras su “privilegio de persona blanca”. Finalmente, el guionista C. Robert Cargill explicó la raíz del problema: de haber contado con un personaje tibetano, el filme hubiese sido vetado en China (un mercado crucial para el estudio) y, de rebote, habría levantado otra polémica, esta vez a cuenta del estereotipo del ‘oriental mágico’. “No podíamos ganar”, resumió Cargill.

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La última polémica racial en la que se ha visto envuelta Marvel gira en torno a Iron Fist, un personaje que protagoniza su propia serie en Netflix y que nació (1974) al calor de la fiebre por el cine de artes marciales. Al anunciarse que el rubiales Finn Jones (Juego de tronos) encarnaría al héroe, varias voces (entre ellas, las guionistas de cómics Gail Simone Marjorie Liu) sentenciaron que Iron Fist debía ser interpretado por un asiático, aunque su etnia en las viñetas fuese anglosajona. La razón aducida por ese sector crítico: que el héroe era, desde su origen, la encarnación de un estereotipo colonialista, con lo que ponerle ojos rasgados supondría una reparación para los estadounidenses de origen asiático.

Desde entonces, las malas críticas recibidas por el show y las intempestivas declaraciones de Jones no han hecho nada para remediar este embrollo. Y quienes piensen que dicha mudanza habría convertido a Iron Fist en un topicazo (el enésimo oriental kungfuteka de la ficción) podrían estar en lo cierto. Pero también les convendría recordar que, cuando uno pertenece a la clase (o la raza) dominante, las cosas tienden a parecer más sencillas de lo que en realidad son.

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