David O’Reilly: un glitch en el cine

Por primera vez en la historia de los Oscars un videojuego ha sido incluido en la lista de precandidatos. Nos detenemos en él y en su creador.
David O’Reilly: un glitch en el cine
David O’Reilly: un glitch en el cine
David O’Reilly: un glitch en el cine

Paco Alcázar, historietista, colaborador de esta publicación y, sin salir del cómic, uno de los mejores críticos de cine del país, resumía el futuro de la nostalgia cinéfila con una secuencia de dibujos que mostraba a un cinéfilo de 1951 echando de menos el cine de los años 20, uno de 1981 echando de menos el de los 50, otro de 2011 el de los 80 y, por último, uno de 2041 echando de menos su PlayStation.

Es posible que el esquema no se cumpla tal cual pero hay señales de que los tiempos cambian. Everything, publicado el pasado 21 de marzo para PS4 y un mes después a través de Steam para PC y Mac, es una de ellas. Es el primer caso de un cineasta notable que antes de debutar en largo con un largometraje, como se esperaba de él, lo ha hecho con un videojuego. Desde que anteayer —6 de junio— ganara el Premio del Jurado en el festival austriaco de cortometrajes VIS Vienna Shorts es además el primer caso de un videojuego que entra en la lista de precandidatos a los Oscar de Hollywood.

DAVID O'REILLY, UN ARTISTA EN 2017

Esteta del polígono y el error digital, joven prodigio de la animación, el irlandés David O'Reilly se dio a conocer en 2008 con Please Say Something, cuando contaba con 24 años. En aquel corto de animación 3D en el que todo fue pensado y ejecutado por él, a excepción de la banda sonora, eliminó lo que consideró superfluo y llevó al montaje final los preview renders (las imágenes sin pulir que se usan de manera provisional para no consumir demasiados recursos de los ordenadores).

Esto le permitió trabajar mucho más rápido de lo habitual en ese tipo de producciones. Un frame de aquel corto contenía menos de una centésima parte de los polígonos que suele haber en un frame de una película de animación al uso. Así, al apostar por los acabados en bruto con rigor y una intuición artística fuera de lo normal, dio con una estética propia que le consagró como uno de los pocos creadores independientes del cine de animación 3D, todavía hoy un ámbito con tendencia a lo impersonal y lo corporativo.

La historia de Please Say Something era una nueva variación sobre el motivo del ratón y el gato. Un añadido más a la larga genealogía de los Tom y Jerry y los Pica y Rasca. La diferencia es que en este caso los cachiporrazos eran los de una pareja sentimental. El ratón era un escritor sin empatía. El gato, trabajador en una oficina, se arrastraba por la vida deprimido, malnutriendo su autoestima con las migajas de amor que le daba el ratón. O'Reilly dio una nueva pátina a la animación clásica muda y consiguió emocionar con unos cuantos polígonos. Llamó la atención de los aficionados al cine de animación, así como la de gente del arte y el diseño, y al poco fue reconocido con un Oso de Oro de Berlín al Mejor Cortometraje, lo que le convirtió en la persona más joven en ganar la estatuilla, otorgada por primera vez a un corto animado. Aquel fino destilado personal de recursos expresivos, que podría ser el logro máximo de toda una carrera artística, en su caso fue el punto de partida.

Como reacción a lo relativamente despojado de su debut, O'Reilly optó por expandirse mediante las historias cruzadas de The External World (2010), su siguiente corto. Diecisiete minutos de ráfagas en las que aparecen infinidad de personajes salpicando un mundo de ficción que condensa los rasgos más espeluznantes del mundo real y en el que, aunque en el desenlace todos sus habitantes aparezcan conectados, todos están aislados en sus traumas. Al cabo de un tiempo, 56 de esas mascotas politoxicómanas o al borde de algún episodio psicótico pasaron a poder descargarse de la página web del artista y manipularse con los softwares Maya y Unity. Un detalle, ese de tornar maleables algunos elementos del corto, que si bien es insignificante para su visionado, marcó el primer paso de la avatarización hacia la que ha derivado su trabajo.

Al tiempo que amplió sus registros amplió su ámbito profesional, aprovechando que algunos de los fans que se había ganado empezaron a llamar para trabajar con él. Cuando hablamos de fans hablamos de gente como Pendeltton Ward o Spike Jonze. Para el primero realizó A Glitch is a Glitch, el primer capítulo de Adventure Time en el que se delegó por completo el guión, el diseño de personajes y la dirección en una única persona, y en el que O'Reilly continuó el planteamiento de Homer3. Si en el clásico de Los Simpsons se pasaba del 2D al 3D, él llevó a Finn y Jake del 3D al glitch, intentando, como es su costumbre, encontrar los límites expresivos de la animación tridimensional. El resultado fue lo más parecido a un capítulo de Don't Hug Me I'm Scared que jamás se emitirá en Cartoon Network. Para Jonze diseñó el videojuego ficticio del personajillo verde con el que Theodore (Joaquin Phoenix) juega en Her.

Pero su creatividad va más allá del cine y la televisión. Tan pronto diseña una mascota para un festival japonés de animación como los visuales para un concierto de M.I.A. El suyo es un perfil idiosincrásico de este momento en el que el cine es uno más de los afluentes que van a dar al vasto océano audiovisual de Internet. Una vez acumulados contactos y cierto prestigio tuvo campo abierto para volcar su talento en casi cualquier medio. Decidió hacerlo en el ocio electrónico interactivo. Una elección personal de la que pueden extraerse conclusiones generales sobre dónde están ocurriendo los hallazgos definidores de las estéticas de nuestro tiempo y los tiempos por venir.

En última instancia el medio de O'Reilly es el 3D. No es tanto un modelador de formas digitales al servicio de las necesidades de un director de películas o de un diseñador de videojuegos como un creador total que, a partir de sus exploraciones de la imagen 3D, decide en qué medio se acabará expresando. De esa manera, al hilo de su trabajo como animador puede dar con ideas para un videojuego, y viceversa, al hilo del diseño de un videojuego puede realizar un cortometraje, como ocurrió con The Horse Raised by Spheres (2015), armado a partir de los mimbres de Everything.

EL 3D COMO MEDIO

Decía Gaudí que la originalidad consiste en volver al origen. A algunos estudiantes de 3D que hacen sus primeros ejercicios de modelaje, rotación e iluminación de figuras, sus profesores les muestran, tan pronto como es posible, la tetera de Utah (Martin Newell, 1975), uno de los primeros objetos digitales tridimensionales. 42 años después de su creación ha quedado como imagen de stock. El fósil 3D por antonomasia. Rotando dicha tetera les ayudan a poner en perspectiva la historia del audiovisual, les enseñan los orígenes, y hacen bien porque aquellas imágenes inauditas de mediados de los 70 tienen mucho que ver con las de hoy en día.

Otro de esos modelos digitales primigenios fue una mano que movía los dedos y —por supuesto— rotaba. La persona que la creó en 1972, Edwin Catmull, es hoy presidente de Pixar, la compañía que a través de su apuesta por la tercera dimensión digital consiguió romper la hegemonía de Disney en el sector de la animación. Catmull también es hoy el presidente de Walt Disney Animation Studios (porque después de todo la hegemonía de Disney no se rompe de cualquier manera). Si este pionero hizo de sus investigaciones como estudiante en la Universidad de Utah uno de los pilares del Hollywood actual, y hemos llegado a un punto en el que un revienta-taquillas para toda la familia como Inside Out (Pete Docter y Ronnie del Carmen, 2015) se permite la audacia de describir, mediante deconstrucciones formales entre el 2D y el 3D, el desarrollo de la capacidad de pensamiento abstracto en una niña, cabe preguntarse qué le queda a un experimental como O'Reilly.

La respuesta es sencilla: todo.

EVERYTHING

Desde chistes hechos en internet por algún programador amateur con mayor, menor o ningún gusto, hasta superproducciones multimillonarias, la oferta de simuladores es vasta y permite que uno cifre su tiempo libre en los avatares de una cucaracha (Bad Mojo, 1995), un cirujano incompetente (Surgeon Simulator, 2013), una cabra (Goat Simulator, 2014), una rebanada de pan (I am Bread, 2014), un violador (RapeLay, 2006), un bebedor de refrescos (Soda Drinker Pro, 2008), un policía de Los Ángeles que tiene que proceder según la legalidad vigente (Police Quest, 1987), una hormiga (Sim Ant, 1991), un anciano que asume sus últimos días con vida según le empiezan a fallar capacidades (Is it time?, 2010), una piedra (Rock Simulator, 2014), un robot limpiador (Robot Vacuum Simulator, 2013), una mamá tejón que cuida de sus cachorros (Shelter, 2013), alguien que se ahoga en el mar (Sortie en mer, 2014), un youtuber (PewDiePie's Tuber Simulator, 2016) o un lobo (Wolf, 1995), por poner algunos ejemplos. Por supuesto, simuladores de planificación de ciudades, organización de comunidades humanas y manejo de vehículos todos los que se quieran y más. Debe faltar poco para que uno teclee cualquier cosa en Google con el añadido «sim» y obtenga resultados. Incluso no debe de faltar tanto para teclear animal, mineral o vegetal y que, si no existe el simulador correspondiente, se genere por algoritmo.

La transición de O'Reilly al 3D responsivo ocurrió con Mountain (2014), hasta cierto punto un prototipo de Everything. Aquella rareza, que el teórico Ian Bogost definió como una experiencia post-salvapantallas, tiene de simulador de montañas lo que Mario Bros de simulador de la vida cotidiana de un fontanero italoamericano, nada, pero por un dólar cualquiera puede descargar esa app contemplativa y solazarse frente a una montaña que rota en medio del cosmos según caen objetos aleatorios que quedan incrustados en sus laderas. Un deseo que nadie pensaba albergar pero que a muchos nos entró la curiosidad de satisfacer.

En Everything puedes ocupar el lugar de una montaña digital pero también el de miles de entidades más: puedes pasar de ser una hormiga a ser la rama sobre la que anda, de ahí a ser un árbol, una porción de tierra, un planeta, una galaxia o un universo, según alcance la mirada. Es un juego de cambio de avatares y transiciones entre perspectivas y escalas. Además permite transformar un avatar en otro, por suplantación, lo que significa que se puede mudar el universo en la hormiga o —por ejemplo, como descubrí maravillado la primera vez que usé el efecto— una bandada de pájaros en una ballena, y surcar los cielos con ella.

O'Reilly, como Gaudí, es original volviendo al origen. Everything es una obra construida a partir del gesto básico del diseño 3D, la rotación. Eso es lo primero que hacemos en ella: rotar animales. También es una obra construida a partir de la soledad, el tema recurrente del artista. Si el irlandés le pusiera voz a la tetera de Utah no cabe duda de que esta nos diría que se siente sola y expuesta en el frío de su entorno digital, vacío como un páramo. En este Katamary Damacy existencialista ha llevado al extremo la lógica del diseño de avatares iniciada en The External World y ha incluido alrededor de 3.000, que expresan sus inquietudes y angustias a quien las quiera leer, rotan y, siguiendo un instinto gregario a discreción del jugador, se armonizan en una especie de coreografía universal.

Hay quien ha definido Everything como un simulador de Spore, el megalómano simulador de vida con el que Will Wright pretendió tanto un nuevo título a la altura de aquellos con los que había iniciado dos sagas incontestables, The Sims y Sim City, como superar los lugares comunes de los god games. La ambición de Wright fue dar con un juego que abarcase todo, desde lo unicelular hasta la conquista del espacio, replicando los complejos procesos de la evolución de las especies.

El simulador de un simulador. La descripción puede parecer maliciosa pero resume todo lo limitado y acertado de Everything. La comparación con el trabajo al que Wright dedicó siete años es pertinente hasta el punto de que el título provisional de Spore fue SimEverything. En las reflexiones de Soren Johnson, uno de los muchos diseñadores incorporados a la fase final del desarrollo de Spore, queda claro que ambos simuladores comparten sus dos características principales: la lógica del salto de escalas y la programación procedural.

La primera viene inspirada por el cortometraje Powers of Ten (1977), del matrimonio de diseñadores Charles y Ray Eames, en el que, siguiendo un zoom in y un zoom out enhebrados en un plano cenital, el espectador recorre todo el universo conocido. Esa fue la fuente de inspiración para el juego de Wright e implícitamente es también la de este. La segunda, lo procedural, es —según escribía Javier Candeira en el primer volumen de Mondo Pixel— «un anglicismo proveniente de las ciencias de la computación que se refiere a la producción de imágenes, sonidos y estructuras mediante programas. En el sistema tradicional, unos trabajadores del videojuego modelan personajes y figuras en editores 3D, mientras que otros dibujan, en ocasiones a partir de fotografías, las texturas, las pieles y superficies con las que se “vestirán” esos modelos. Según el paradigma procedural, estos recursos son el resultado de computar una función matemática que genera cada vez el resultado final a partir de parámetros iniciales». Es decir, en este tipo de software el programador da con los algoritmos que generarán de manera automática y responsiva una cantidad de diseños literalmente infinita.

La principal diferencia entre Spore y Everything reside en la ambición con que conjugan esas dos facetas. De nuevo según las notas de Johnson, Wright no consiguió sus objetivos últimos porque, en su intento de abarcar más de lo que nadie se hubiese atrevido a imaginar hasta aquel momento en el ámbito de los mundos virtuales, resultó pretender más de la cuenta. A pesar de ser consciente de su condición de producto de ocio para las masas, Spore tuvo algo del aura quimérica de las empresas que ansían reproducir la realidad a escala 1/1, como aquella de la que hablaba Borges en Del rigor en la ciencia, o por poner el ejemplo cinematográfico apropiado en Cinemanía, aquella que consumía al director teatral Caden Cotard (Philip Seymour Hoffman) en Synecdoche, New York (Charlie Kaufman, 2008).

La idea de un simulador de todo es demasiado ambiciosa para ser plasmada. No pasa de ser algo con lo que el filósofo Nick Bostrom se entretiene elucubrando hipótesis. De manera que Everything en vez de serlo de todo, es decir, de todas y cada una de las cosas, con un modelo de manejabilidad específico para cada una de ellas, es un simulador del todo; con artículo determinado. El todo. El chachachá que une unas cosas con las otras. La enigmática interdependencia de elementos sobre la que se sostiene nuestra realidad.

Everything es un proyecto ambicioso que contiene un comentario crítico sobre los proyectos ambiciosos. Después de un rato manejándolo es obvio que reduce la enormidad del cosmos a un truco estético. No oculta que el suyo es un universo en apariencia inconmensurable pero sostenido sobre un armazón interactivo mínimo: los miles de avatares se comportan de la misma manera, en muchos casos como manipulados por un niño pequeño, y es mediante esa ridícula rotación a trompicones que todo parece responder a una misma ley universal. Siempre consciente de las limitaciones del medio en el que trabaja, O'Reilly, en colaboración con el programador Damien Di Fede, ha construido un ingenioso juego de espejos que no nos da la inmensidad sino la idea de inmensidad.

Vamos siendo un lobo, un grano de arena, un cepillo de dientes o un rascacielos. En un momento dado las ideas sobre el karma o la disolución del ego que de manera más o menos vaga e inconexa se nos pasan por la cabeza se expresan, en palabras, por el propio juego. Si pinchamos en determinados iconos, Alan Watts, el divulgador de las religiones orientales que devino en figura seminal para la contracultura estadounidense, explica su visión del mundo. Al hacerlo sobreexplica la razón de ser del juego, que en ese momento —y esto será lo interesante para algunos jugadores pero no para muchos otros— deja de ser un juego como tal para revelarse como otra cosa.

ANIMA MUNDI 2.0

Cuando Watts se mudó de Inglaterra a San Francisco en 1951 abonó el terreno del que brotarían las inquietudes espirituales de algunas de las personas que dieron forma a Silicon Valley. Hoy apenas queda el recuerdo de aquella mentalidad seudobudista, por lo general desdeñada como una ingenuidad hippie en un entorno como el del valle, marcadamente racionalista. Como apuntó Noah Shachtman, si en la actualidad las grandes compañías tecnológicas financian cursos de mindfulness a sus trabajadores no es porque se preocupen por los cuidados del alma sino porque lo entienden como un método apto para mejorar el rendimiento laboral. Un recurso para la concentración mental igual de bueno que la cocaína pero más barato y sin el riesgo de sus secuelas. La meditación reducida a fitness mental es casi todo lo que queda de la espiritualidad que un día hubo (y más vale que las empresas recuperen la inversión porque de lo contrario habrán de reestructurar sus plantillas para alinear chakras).

O'Reilly va a la contra. Vuelve a la espiritualidad como relato. Su esfuerzo entronca con el fenómeno sincretista de las religiosidades alternativas holísticas que desde hace siglos buscan devolver al cosmos la condición simbólica de la que fue despojado por la ciencia moderna, cuyos principios cartesianos y prácticas newtonianas definieron la naturaleza como un gran mecanismo.

La apuesta es clara en este caso: las charlas de Watts han sido licenciadas pocas veces, pagadas a buen precio para anuncios de Volvo o del grupo bancario ABSA, pero nunca en la cantidad cedida ahora. Sus numerosas intervenciones orales se complementan en el juego con fragmentos escritos de pensadores como Schopenhauer, Marco Aurelio, Séneca o Emerson, puestos en boca de los avatares. En última instancia Everything se manifiesta como una expresión millennial de la milenaria noción del anima mundi, lo que cierra un extraño círculo de la cultura y espiritualidad californianas. Y ese es el mayor logro de O'Reilly con este trabajo: hacer de la PS4 un altar naturalista.

La inclusión de Everything en la lista de precandidatos a los Oscar ya es uno de los hitos más destacados de los Oscar 2018. Y, con todo, detalles como los mencionados demuestran que pensar el videojuego como el cine por venir tiene algo de pertinente pero también de visión a la baja respecto a las posibilidades del ocio electrónico interactivo.

Ha pasado media vida desde que diseñadores visionarios como Brian Moriarty o Chris Crawford intentaran los primeros videojuegos de ambiciones casi operísticas. Metidos, como estamos, en la puesta a punto de las realidades aumentadas y virtuales, nada indica que se vaya a cumplir dentro de poco la fantasía del videojuego como Gesamtkunstwerk, como obra de arte total en su sentido wagneriano. Pero lo bueno es que da bastante igual porque en California no piensan en esos pomposos términos germánicos y porque cada año se publican títulos que aportan matices sorprendentes al medio, que hacen que no echemos de menos ninguna aspiración romántica.

Este artefacto religioso —con el que O'Reilly nos viene a decir que la única razón por la que somos especiales es porque somos como todo lo demás— es uno de esos títulos. Si fuera nominado o galardonado obtendría una gran publicidad pero ante todo marcaría un antes y un después en la historia de los premios.

Hoy por hoy está abierta la posibilidad de que en 2041 los cinéfilos usemos un emulador de la PS4 para jugar a un Oscar de 2018.

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