Con el culo al aire [Contracrónica Goya 2020]

Con el culo al aire [Contracrónica Goya 2020]
Con el culo al aire [Contracrónica Goya 2020]
Con el culo al aire [Contracrónica Goya 2020]

“El cine es la experiencia más importante de mi vida”. Habló el número 1 indiscutible del cine español, y su frase resonó en el vacío de una gala hueca, desnortada, aburrida, llena de un ruido vano que casi acaba por hacernos olvidar por qué nos habíamos reunido alrededor del televisor, hasta que Almodóvar, copando los premios grandes para Dolor y gloria, su testamento cinematográfico y clínico, nos abrió los ojos. Después de tres horas y cuarto de chistes flojos, bailes cansinos, canciones anticlimáticas, agradecimientos interminables y un ritmo muy rutinario, Pedro (el único Pedro en esta noche, como le recordó al presidente del Gobierno el presentador Andreu Buenafuente en su gag más acertado), que ya prepara su viaje a los Oscar (donde el rival, Parásitos, es de aúpa) puso las cosas en su sitio, nos devolvió al cine y escribió un nuevo capítulo de su larga historia de encuentros y desencuentros con la Academia.

A Dolor y gloria, en la línea de Mujeres al borde de un ataque de nervios, Todo sobre mi madre y Volver, le tocó salir triunfadora tras un inicio muy repartido: los galardones a mejor director y mejor película (guion, música y montaje habían caído al principio) certificaron el eterno retorno del cineasta clave de los últimos treinta años de nuestro cine, con el guiño a una de sus chicas Almodóvar, Julieta Serrano, y una reivindicación, al fin, de sus personajes masculinos, tras el cantado premio a Antonio Banderas en su Málaga natal. Toda la gloria para Almodóvar, analgésico de felicidad para el dolor.

Demasiado rival para Alejandro Amenábar, quien logró 5 dignos premios (casi todos de ambientación y el Millán-Astray de Eduard Fernández) para su Mientras dure la Guerra, filme para el que reivindicó una suerte de reconciliación que tuvo respuesta en la monotonía de las reivindicaciones políticas de la noche. La presencia de Pedro Sánchez, entre otros políticos, unida a la crispación mediática, anunciaban emociones que no tuvieron eco: algo muy light, de los habituales recordatorios feministas, multiculturales y la normalizada presencia de idiomas peninsulares a las apelaciones antifascistas. Hasta a Almodóvar le quedó blandita su apelación al presidente (Si a usted le va bien, nos irá bien a todos, le dijo sin mucho repensarlo), toda la noche con su cara de pose. Todo muy ordenadito, como lo fue el reparto de premios: las otras dos películas con historias de posguerra, Intemperie (el retorno de Benito Zambrano, mejor guion adaptado) y La trinchera infinita (Belén Cuesta, mejor actriz), se llevaron dos premios cada una.

La alegría cinéfila, el hecho diferencial de la noche, fue para O que arde, el pequeño pero contundente filme de Oliver Laxe, que no sólo puso la guinda entrañable con el premio revelación femenino a la octogenaria Benedicta Sánchez (Enric Auger, esa fuerza de la naturaleza de Quien a hierro mata, lo fue en categoría masculina) sino que rindió justicia poética a un cine ausente de estos premios, con la fotografía del premiado Mauro Herce, el único capaz de recordar que las buenas películas están por encima de las personas que las hacen, mientras todos descubríamos, atónitos, que los espectadores de la gala de los Goya 2020 estaban muy por encima de los que la estaban protagonizando. Cansancio, rutina, poca imaginación en escena. La huida con el culo al aire de Silvia Abril y Andreu Buenafuente nos señala el camino.

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