¿Cómo afronta el cine la corrupción política?

¿La corrupción es sólo el inevitable lado oscuro de una sociedad o su más fiel reflejo? Así ha tratado el cine la corrupción política, la mierda que se pega.
¿Cómo afronta el cine la corrupción política?
¿Cómo afronta el cine la corrupción política?
¿Cómo afronta el cine la corrupción política?

¿La corrupción es sólo el inevitable lado oscuro de una sociedad o su más fiel reflejo?  ¿Muestra la carencia de una conciencia social en individuos concretos o confirma la imposibilidad del ser humano para mantener en las alturas lo que ha predicado a ras de calle? Observando cada día periódicos y telediarios, el tema parece insuperable en España, en las cuatro esquinas del territorio, y de todo tipo: en provecho propio, en provecho del partido, en provecho de su gente. "A un hombre que ha sido ministro de Hacienda, que ha manejado fondos públicos, es fácil formarle un expediente que acabe con él en la cárcel", escribió Edgar Neville, frase que puso en boca de uno de los protagonistas de El marqués de Salamanca (1948), ambientada a finales del XIX y principios del XX. Una sentencia que confirmaría la imposibilidad de un alma limpia, tanto en el emisor como en el receptor, sobre todo por la conclusión final: aunque después salga libre tras el juicio, la gente se entera únicamente del procesamiento, y con eso basta para arruinar una carrera política.

Cualquiera ha cometido un error en su vida (o quizá no), pero ese no es siempre el problema. Como dijo John F. Kennedy: "Un error no es grave, si lo corriges". Palabras a la que se podrían aplicar sus contrarias, éstas de Lyndon B. Johnson: "Todos te darán ideas para salir de los líos sin daños. Y esas ideas podrían resumirse en una: niega siempre la responsabilidad". No, no y no. "Están intentando hundirme", clamaba el gobernador protagonista de la obra maestra El político (Robert Rossen, 1949), el relato de ascensión al poder de un tipo honesto en sus inicios. Tanto, que en los primeros minutos de película, cuando el director de un periódico manda a uno de sus redactores a investigar sobre el aspirante, avisa: "Tiene preocupado a todo el condado". "¿Por qué? ¿Qué tiene éste de especial?", pregunta el cronista. A lo que el director zanja: "Dicen que es honrado". Una flor en el desierto que, con el tiempo, también se convirtió en cactus. Ya como gobernador, hizo carreteras, hospitales y colegios. Pero aprendió rápido. Se quedó hasta con los periódicos. Todo lo controlaba, lo mangoneaba, desde la policía y la judicatura hasta las masas. Lo vemos cada día en nuestra España: siempre hay alguien dispuesto a ponerse a corear a alguien, incluso a la puerta del juzgado. Quizá a cambio de algo, puede que a cambio de nada. ¿Son mesías o son dictadores? "¿Sabe qué? La mierda es una cosa curiosa, se pega a todo el mundo". Incluso a los honrados.

O incluso a los de imagen impoluta durante toda una vida a los que, ya en el retiro, o quizá justo por eso, les empiezan a salir ratas del armario. Como la historia de Power (Sidney Lumet, maestro del cine de la corrupción, 1986), que parece adelantar algún acontecimiento en la Cataluña de nuestros días. En ella, un veteranísimo político, toda la vida ocupando cargos, decide dar a un paso a un lado, supuestamente, por enfermedad. Y en Washington comienzan a elucubrar sobre dos cosas: sobre el origen de unos excesos lujosos en su vida, y sobre la influencia de su personalísima esposa. La excusa del político de ficción, como la del real, no tiene precio: "Me encantaba mi trabajo, pero precisamente por esas mezquindades me alegro de haberlo dejado. Esas cosas son de mi mujer, las compró con el dinero que heredó".

Otro mandatario impoluto es el de City Hall (Harold Becker, 1995), alcalde Nueva York, carismático y prestigioso, valiente, con don de gentes, con aspiraciones a la Casa Blanca en un futuro. Una película con guión de Nicholas Pileggi (Uno de los nuestros) y Paul Schrader (Taxi Driver), que se complica no porque el político se lleve un dinero, sino porque intenta tapar un asunto sucio. Variante de la corrupción que deriva en lo criminal y en la que se muestra algo esencial: como en el grandísimo discurso del personaje de Liev Schreiber en Spotlight, antes de echar la llave a un asunto, siempre se puede abrir una puerta más, siempre hay un escalón que subir, un culpable aún más arriba. Y justo en eso andan en Andalucía, Madrid o Valencia.

Y del otro lado, el del poder, aparte de la negación, siempre hay otra posible actitud ante las acusaciones de corrupción, sea del tipo que sea. Montar La cortina de humo (Barry Levinson, 1997). En este caso, por el posible acoso sexual del presidente de Estados Unidos a una becaria en una estancia de la Casa Blanca. ¿Qué hacer? Lo primero, llamar al experto desatascador (Robert De Niro), que algo inventará. Hay que distraerles, desconcertarles. Por ejemplo, con una guerra. O con la apariencia de una guerra. "¿Una guerra contra quién?", preguntan al experto. "Lo estoy pensando. Quizá Albania". ¿Por qué?". "¿Por qué no?". "¿Qué sabemos de ellos?". "Nada, ahí lo tienes". El estreno de La cortina de humo, clarividente, coincidió con el punto álgido del caso Lewinsky. Bill Clinton, despacho oval, aquel semen, aquel vestido azul... Pura poesía y, claro, la respuesta: una nueva intervención del ejército americano en el Golfo Pérsico.

Y a pesar de todo, también hemos encontrado héroes cinematográficos. El más legendario, el de Caballero sin espada (Frank Capra, 1939), en la que la maniobra habitual de los más listos, esta vez sale rana: un senador nombrado tras la muerte de otro, designado a dedo por los miembros de su partido; un tipo aparentemente manejable, joven y sin experiencia; una marioneta que votará en el sentido que le impongan las directrices de partido. Pero si era James Stewart, so listos, ¿no os habíais dado cuenta? Así, la compra de unas tierras con nombres falsos para luego vendérselas al gobierno para la construcción de una presa deriva en el enésimo caso de beneficio del constructor, y del político, décadas haciéndose favores mutuos con el dinero de por medio. ¿Solución? El más famoso caso de filibusterismo parlamentario, la libertad de expresión en su forma más dramática, el mejor modo de enfrentarse a los más negros poderes. Hablar y resistir, hasta vencer.

Cuando se busca, siempre hay algo que encontrar. "El hombre se concibe en pecado y se nace en corrupción", decían en El político. Salvo que seas James Stewart.

Mostrar comentarios

Códigos Descuento