[Cannes 2019] 'Portrait de la jeune fille en feu': píntame como a tus chicas francesas

Céline Sciamma apunta a la Palma de Oro con su película más perfecta: una historia de pintura, amor y miradas entre Adèle Haenel y Noémie Merlant.
Portrait de la jeune fille en feu
Portrait de la jeune fille en feu
Portrait de la jeune fille en feu

Cuatro de cuatro. Es el número de grandes películas que lleva dirigidas la francesa Céline Sciamma. La última, Portrait de la jeune fille en feu, es la más sublime de todas.

También un punto de llegada, de máxima depuración, al que venía apuntando desde las anteriores obras de su inmaculada filmografía. El deseo de Naissance des pieuvres (2007), la identidad de Tomboy (2011) y la comunidad de Bande de filles (2014) convergen en esta romántica historia de época, ambientada en una isla de Bretaña durante el siglo XVIII.

Allí llega una pintora (Noémie Merlant). Tiene el encargo de hacer un retrato de una muchacha (Adèle Haenel) con el fin de que sirva de regalo a un desconocido pretendiente extranjero; como no la ha visto nunca antes, será su aspecto en el cuadro lo que determine la boda. Contra los deseos de su madre (Valeria Golino), la joven evita el enlace, de modo que se niega a posar para ser retratada. Por lo tanto, la misión de la pintora es hacer el cuadro en secreto, haciéndose pasar por una dama de compañía para absorber durante el día los rasgos de su retratada en la memoria y plasmarlos en el lienzo por la noche.

Si bien el argumento de Portrait de la jeune fille en feu, cuyo guion también firma Sciamma, ya es de por sí sorprendente, incluso emocionante, es su impecable desarrollo a través del estilo visual de la cineasta lo que enamora. Igual que, obviamente, surge el amor entre las dos protagonistas, la pintora Marianne y su modelo Héloïse. Quizás mirar a alguien con detenimiento sea la vía más rápida para enamorarse; conocer las facciones, los gestos y reflejos de la otra persona ya implica en gran medida un acceso íntimo a su alma.

El romance entre Marianne y Héloïse está narrado con un grado de implicación y verdad como pocas veces se suele ver en el cine. Del coqueteo a la tensión sexual, del enamoramiento al arrebato, y del cariño a la ternura, son toneladas de emociones las que son capaces de transmitir las dos actrices con sus miradas, labios entreabiertos y desafíos verbales. Una de ellas lo pregunta: "¿Creen todos los amantes que están inventando algo?". La puesta en escena de Sciamma, sus elipsis y cortes de plano están calibrados de una manera tan sutil que parecen únicos, aunque estén siempre ahí dispuestos a ser empleados por los mejores cineastas.

Además de la palpitante dimensión romántica, Portrait de la jeunne fille en feu toca unos cuantos temas importantes más. En el ámbito de la creación artística, no se le ha dedicado tanta atención al oficio del dibujo desde La bella mentirosa de Jacques Rivette, donde también había abundantes reflexiones sobre la mirada y el arte. Por otro lado, el personaje de Marianne es una perfecta representante de las numerosas artistas mujeres cuya obra, existente o en potencia, ha sido ignorada, saboteada y sepultada por la historia oficial del arte.

La práctica totalidad de los personajes de la película son femeninos (hay un par de hombres con dos líneas de diálogo), y el ambiente de colaboración desclasada (hija de la dueña, trabajadora externa contratada y sirvienta) que se crea en la mansión durante la ausencia de la señora de la casa tiene su punto álgido en la que quizás sea la representación cinematográfica más cuidada, sin tremendismos ni explotación, del que sea uno de los temas más peliagudos.

No es el único momento antológico de esta exquisita obra maestra que pasará a la historia con sus apuntes a carboncillo, bordados florales, aquelarres y hasta fantasmas. El desarmante plano final, que llega unos minutos después de que Sciamma decida pasar por alto lo que habría sido un broche órfico (referencia temática que pertenece a la médula espinal de la película) perfecto, es una conclusión de las que resquebrajan para siempre. Habrá quien piense en Tsai Ming-liang, eleve a los cielos a Haenel o no pueda contener las lágrimas. Pero, como pasa tras la marcha de esos amores formativos que pasan por tu vida dejando una huella imperceptible pero latente, nadie acabará la película siendo la misma persona. O, al menos, siendo capaz de escuchar a Vivaldi de la misma manera.

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