[Cannes 2019] Tarantino saca un cuento de hadas de la historia negra de Hollywood

'Érase una vez en Hollywood' es la carta de amor de Quentin Tarantino a la ciudad de Los Ángeles, donde todo es posible dentro y fuera del cine.
Érase un vez en Hollywood
Érase un vez en Hollywood
Érase un vez en Hollywood

Mulholland Drive (2001), Puro vicio (2014), Lo que esconde Silver Lake (2018)... Durante los últimos años no han faltado películas enormes consagradas a la ciudad donde se fabrican todos esos sueños: Los Ángeles. Faltaba Quentin Tarantino por dedicarle una carta de amor explícita, y lo ha hecho 25 años después de la californiana Pulp Fiction (1994) con Érase una vez en Hollywood [ver nuevo tráiler].

Como indica explícitamente su título –enhebrado a propósito en un linaje de grandes maestros que pasa por Sergio Leone Tsui Hark–, Érase una vez en Hollywood es un cuento de hadas para cualquier espíritu cinéfago. Y un homenaje en toda regla al oficio del actor, donde Tarantino ha brindado a sus protagonistas Leonardo DiCaprio Brad Pitt dos papelones con los que intérpretes de su altura obtienen todas las facilidades para lucirse.

Érase una vez en Hollywood es también una bonita historia de amistad. La de Rick Dalton (DiCaprio) y Cliff Booth (Pitt), un actor de westerns televisivos y su doble de acción. Ambientada en Los Ángeles durante dos meses de 1969, la vida cotidiana de estos dos personajes, sus dudas profesionales en una industria audiovisual en pleno momento de transición y sus borracheras compartidas son elementos mucho más importantes para Tarantino que el marco aportado por el verano en el que seguidores de Charles Manson asesinaron a la actriz Sharon Tate (aquí encarnada por Margot Robbie) y sus amigos.

De hecho, con lo que más parece disfrutar el cineasta es con la recreación exacta de ese momento histórico en su vertiente urbana y social. Es un sentimiento casi fetichista, en dura pugna con la abundancia de pies desnudos que pueblan las imágenes. Nunca se ha visto a Tarantino más enamorado del diseño artístico y de producción de una de sus películas. Podríamos decir que la reconstrucción de Los Ángeles a finales de los 60, con sus calles, neones, grandes marquesinas, coches, canciones en la radio y luces incandescentes, es la auténtica protagonista del filme. De hecho, la mejor secuencia de toda la película ni siquiera la dominan personajes humanos: son unos carteles de neón, iluminándose en armonía, mientras la luz del atardecer baña la ciudad y los Rolling Stones suenan en la banda sonora.

La colección de canciones de los 60 que forman un flujo musical casi ininterrumpido entre vinilos y radios del coche es tan inmaculada como cabría esperar de Tarantino, igual que la siempre estilosa fotografía de Robert Richardson, con la que todo luce insuperable. Sin embargo, para un autor que con Malditos bastardos (2009) parecía haber iniciado una nueva etapa más reflexiva y literaria en su filmografía –donde la bisagra Death Proof (2007) sigue siendo el título insuperable–, llama la atención que Érase una vez en Hollywood parezca tan poco trabajada a otros niveles que el cineasta ha demostrado en sobradas ocasiones que domina, como la estructura dramática o la construcción de escenas.

Quizás Tarantino esté abriendo una nueva etapa, o quizás se haya dejado llevar más por la emoción que el cerebro. En Érase una vez en Hollywood las secuencias se acumulan de manera desperdigada sin que, ojo, eso implique que es una película libre. Fluye de maravilla durante sus 160 minutos, pero el andamiaje de ficción es demasiado evidente para transmitir libertad y, a la vez, muchas decisiones de puesta en escena, narración y montaje resultan, por cotidianas, vulgares.

A cambio, hay mucho cine dentro del cine; toneladas. Hasta se marca un breve western en miniatura. Ahí DiCaprio tiene sus mejores diálogos –y una partenaire admirable– en una película donde ese tipo de escenas marca de la casa escasean. También hay actores, muchas veces actuando y otras tantas viéndose actuar; algo que no se suele mostrar mucho y que, con una idea cándida y sencilla, brinda a Margot Robbie uno de esos momentos que poblarán recopilaciones cinéfilas de ahora en adelante. Lástima que, a pesar de todo, de la kilométrica lista de actores convocados para la ocasión casi ninguno puede lucirse mucho rato en pantalla: duele quedarse con tan poco Al Pacino; Margaret Qualley es imposible no echarla de menos.

Aquí Tarantino está más cerca de una sinfonía urbana y oda al oficio actoral que de un thriller de suspense. Solo a nivel metatextual se puede hablar de eso, como si la larga dilatación de tensión anticipatoria de escenas de Malditos bastardos o Los odiosos ocho (2015) se trasladaran al conjunto del filme, hasta llegar a su clímax. ¿Pero no es así como suele operar por defecto la narración cinematográfica? Y es precisamente lo que nos hace esperar siempre con ansia la conclusión de esos cuentos de hadas que llamamos películas; tanto si nos han contado ya muchas veces el final o no.

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