[Cannes 2018] Lars Von Trier busca casito

Después de hacer que el sexo sea aburrido con 'Nymphomaniac', el cineasta danés lleva el tedio también a la muerte con Matt Dillon de asesino.
[Cannes 2018] Lars Von Trier busca casito
[Cannes 2018] Lars Von Trier busca casito
[Cannes 2018] Lars Von Trier busca casito

¿De qué se habla en Cannes? Del regreso de, según gustos y momento del día, el hijo pródigo o persona non grata más celebre del festival: Lars Von Trier. Después de haber sido expulsado de Cannes por los comentarios de la rueda de prensa de Melancolía en 2011, el cineasta danés ha regresado al certamen francés con The House that Jack Built, proyectada fuera de competición y, curiosamente, sin la famosa cortinilla de Cannes que precede a todas las películas con música de Saint-Saëns. 

¿Fallo técnico o colleja sutil del festival al director? El caso es que no se ha puesto ni en el pase de prensa, ni en la gala de anoche, con Von Trier presente. Proyección de la que se dijo que había huido más de un centenar de espectadores, superados por la violencia física y explícita de su historia: la vida de un asesino en serie psicópata (Matt Dillon) a través de cinco incidentes y un diálogo redentor con Bruno Ganz, cual Virgilio de la Divina comedia de Dante. 

Un nivel de expectativas difícil de mantener cuando la película, en realidad, no supera en crueldad ni truculencia a cualquier muestra de torture porn de la década pasada como la saga Saw, o la casquería imaginativa de la serie Hannibal. A Von Trier, provocador irredento, le habrá encantado causar esa reacción en los más sensibles, pero ni el filme es tan impactante ni se lo ha trabajado mucho que digamos.

¿Qué películas has visto? The House that Jack Built, donde Matt Dillon sigue una estructura confesional mientras cuenta a un sardónico Bruno Ganz unas cuantas de las barbaridades que ha cometido durante su vida como asesino en serie psicópata. Si a eso le añadimos que cada uno de los salvajes crímenes –donde la crueldad se dirige, no por casualidad, hacia mujeres (Uma Thurman Riley Keough entre ellas) y niños con dosis crecientes de explicitud gráfica– van punteados con digresiones ensayísticas sobre arquitectura, historia del arte, iconografía y hasta la elaboración de vinos, podría tratarse de una propuesta digna de hacer salivar las neuronas. Pero no. Esas reflexiones no pasan de lo contado en Nymphomaniac sobre la pesca con sedal.

Porque el mayor pecado de The House that Jack Built, obviamente, no es su crueldad inmoral, contra la que el cine lleva décadas vacunado; otra cosa es que el público impresionable de Cannes no conciba la existencia de A Serbian Film (2010) o la trilogía The Human Centipede (2009-2015), pero tampoco es que se estén perdiendo nada. No. El mayor pecado de The House that Jack Built es la absoluta desidia que se le nota a Von Trier detrás del proyecto. Tanta como para calcar la estructura dialéctica de Nymphomaniac, cayendo en un repetirse a sí mismo que era inédito en su filmografía salvo por el caso de Manderlay (2005), ya concebida como acompañamiento estilístico de Dogville (2003).

Pereza, desgana y piloto automático. Eso es lo que queda de un proyecto planteado como incómodo, excesivo y epatante. Mal asunto. Al menos sí cumplió en uno de los campos esperados: la autoindulgencia. ¿Qué propósito tiene rodar estrangulamientos, ejecuciones de niños, manipulación de cadáveres, amputación de pechos y alguna que otra barbaridad más? Para Lars Von Trier no es más que una excusa provocadora con la que llamar la atención, pero muy por debajo de sus envites anteriores, mientras entona durante escasos instantes una mirada autocrítica hacia su propia obra –aparecen insertadas imágenes de varios de sus filmes anteriores, de El elemento del crimen Anticristo Melancolía– y condición de artista con una bajada a los infiernos que habría dado para una película mucho más interesante que esta.

Tener una premisa interesante y un final poderoso lo comparte también con BlacKkKlansman, otro regreso a la primera línea muy esperado en este Cannes: el de Spike Lee. La historia de la pareja de detectives –uno afroamericano (John David Washington) y otro judío (Adam Driver)– que lograron infiltrarse en el Ku Klux Klan en los 70 se siente como cine rabioso y rotundamente actual en su ánimo de denuncia del gobierno xenófobo de Donald Trump. Pero es mucho más destacable cuando se atreve a cerrar la acción con imágenes auténticas de los altercados de Charlottesville y otros episodios de violencia supremacista blanca que cuando intenta tejer un thriller policial de baja intensidad con mucho menos músculo del que a todos nos gustaría.

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