[Cannes 2018] La cornucopia de la miseria

La libanesa Nadine Labaki cuenta una historia de pobreza infantil que no escatima en manipulación emocional y explotación del sufrimiento humano. Normal que Cate Blanchett llore.
[Cannes 2018] La cornucopia de la miseria
[Cannes 2018] La cornucopia de la miseria
[Cannes 2018] La cornucopia de la miseria

¿De qué se habla en Cannes? Las lágrimas que brotaban de los ojos de Cate Blanchett al acabar la proyección de gala de Carpharnaüm, de la directora libanesa Nadine Labaki, no tienen por qué ser concluyentes para anticipar por dónde van a ir los tiros en el palmarés que se comunicará mañana, pero provocar esa clase de reacción visceral en la presidenta del jurado siempre ayuda a no volver a casa con las manos vacías. En cualquier caso, tras la proyección esta noche de la mastodóntica The Wild Pear Tree, del ganador de la Palma de Oro Nuri Bilge Ceylan, todo quedará listo para sentencia en un Cannes 2018 donde ya se nota cómo la prensa ha empezado a emigrar en masa.

¿Qué películas has visto? No es nada extraño que Carpharnaüm le haya sacado lágrimas a Cate Blanchett. Seguramente no ha sido la única que se ha emocionado con el filme de Labaki, pues todos sus resortes están destinados a retorcer la conciencia del público con un relato de pobreza y sufrimiento. Labaki, que en sus anteriores Caramel (2007) e ¿Y ahora adónde vamos? (2011) practicó un tipo de cine periférico de contenido humano más amable y optimista, ahora entra de lleno en las filas de la explotación emocional de la pornomiseria que suele recibir escaparate en los festivales de cine: historias muy duras, arrancadas de realidades terribles, pero contadas de forma embellecida y diseñada al milímetro para el consumo del espectador concienciado. Así es Carpharnaüm, quizás uno de los exponentes más concienzudos de esa tendencia.

Es tal la abundancia de miseria que quiere tratar Labaki que casi podría parece una antología. Cuenta con un protagonista infantil, actor no profesional, que encandila al ojo humano con carisma para los primeros planos. Es un niño libanés de 12 años (o así, porque no dispone de certificado de nacimiento y sus progenitores desconocen la fecha) que demanda a sus padres por haberle traído al mundo sin ninguna intención de cuidarlo, darle cariño ni manutención. Al contrario, su existencia está plagada de penurias con una vida de máxima pobreza. No va al colegio y se dedica a vender zumos por la calle, pero sus numerosas hermanas lo tienen peor: en cuanto alcanzan la pubertad, son vendidas al mejor postor en matrimonios concertados.

El protagonista termina huyendo de casa y entra en contacto con una joven etíope, inmigrante sin papeles, que sale adelante como madre soltera de un niño de un mes. Cuando es detenida en una redada policial, el bebé queda al cuidado del otro niño ya sin ningún medio de subsistencia, en una escalada de penurias relatadas con estética realista –Labaki se documentó durante tres años sobre la situación en la periferia más pobre de Beirut, todo está rodado en escenarios reales y basado en las vivencias de la gente que habita allí– pero cargada de recursos manipuladores y explotadores del sufrimiento de los personajes.

Esto queda claro con un ejemplo: en determinado momento, el chaval de 12 años se ve obligado a robarle el biberón a una niña para alimentar al hijo de la joven detenida. Como el bebé no reconoce lo que le ofrece, al principio se niega a tomarlo, y Labaki filma el forcejeo, violento, entre los dos menores con un plano en contrapicado que permite que en el objetivo de la cámara se refleje la luz del sol que entra por un ventanuco de la chabola donde viven. Embellecimiento desnortado de una situación muy dura que no se queda ahí: son numerosos los montajes, con música intensa de Khaled Mouzanar, que después de alguno de los momentos más violentos del filme culminan con planos aéreos de dron mostrando el destartalado tablero humano de miseria donde se desarrolla la historia.

Pobreza, maltrato infantil, inmigración ilegal, tráfico de niños, trata de blancas y toda clase de calamidades que concluyen en un juicio –la denuncia del hijo a los padres– donde la propia directora se reserva como actriz el papel de abogada que acude a la salvación de los desfavorecidos. En fin.

Películas como Carpharnaüm visibilizan problemas y dan espacio a los más desfavorecidos, incluso puede que con su tracción popular consigan despertar alguna conciencia y conseguir ayudas efectivas, pero es muy difícil no verlas como una explotación inmoral de la situación de millones de seres humanos. Sobre todo cuando se presenta con un envoltorio tan preparado y afinado para generar una compasión efímera, que probablemente desaparezca en cuanto se enciendan las luces de la sala de cine.

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