Afroamericanos en Hollywood: entre el ninguneo, la lisonja y la rebelión

De Oscar Micheaux a Spike Lee pasando por la blaxploitation, así ha sido la historia de los afrodescendientes delante y detrás de las cámaras de Hollywood.
Afroamericanos en Hollywood: entre el ninguneo, la lisonja y la rebelión
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'Películas raciales' (race movies): así las llamaban. Y, si bien sus circuitos de producción y exhibición eran en sí mismos un gueto, el público de los guetos (los de verdad) pagó para verlas. Porque, en aquel Hollywood feliz y turbulento anterior al Código Hays, cualquier cosa era posible: incluso que cineastas afroamericanos rodasen películas que mostraban discriminación, linchamientos y demás hechos que el cine de los blancos prefería ignorar.

Aunque las circunstancias solieran estar en su contra, las race movies como Within Our Gates (Oscar Micheaux, 1920) ofrecieron un contrapunto a ese panorama en el que Al Jolson cantaba con la cara llena de betún en El cantor de jazz (1927), en el que Lincoln Perry se convertía en la primera estrella afroamericana gracias a su personaje de Stepin Fetchit (“El hombre más vago del mundo”) y en el que la decisión de King Vidor de recurrir sólo a intérpretes negros para su maravillosa, si bien paternalista, Aleluya (1929) se veía como revolucionaria.

Así, por más que títulos como The Blood of Jesus (1941) se hayan ganado un puesto en las filmotecas, este primer cine afroamericano languideció hasta morir del todo en la década de 1950. Mientras tanto, en el Hollywood ‘real’, las posibilidades de que un negro se convirtiera en estrella (y no digamos en director) tendían a cero.

Véanse las fechas: Hattie McDaniel se lleva su Oscar como actriz de reparto por Lo que el viento se llevó en 1939, durante una ceremonia a la que entra por la puerta de atrás debido al color de su piel. La siguiente nominada afroamericana (Dorothy Dandridge, por Carmen Jones) no aparece hasta 1959. Otro premio de la Academia, el de Sidney Poitier por Los lirios del valle (1963), se consideró como un gesto de apertura: no en vano, el ganador había marchado sobre Washington con Luther King. Pero aquello resultó insuficiente.

Luciendo con orgullo la etiqueta de “clasificada X” (el haber involucrado a su hijo Mario –13 años entonces– en una escena de sexo explícito no ayudó), Melvin Van Peebles inauguró el black power de cine con Sweet Sweetback’s Baadasssss Song en 1971. Filme que, además de dar el pistoletazo de salida a la blaxploitation estaba hecho con clara voluntad de incordiar al ‘Hombre’ (blanco).

He's a real motherfucker!

Pelazos, funk y pistolas: en los 70, el cine blaxploitation se convirtió en mito para los restos. “¿Quién es el detective negro que es una máquina sexual para todas las pibas?”, preguntaba Isaac Hayes, sobre un tapiz de cuerdas y guitarra wah-wah. A lo cual las chicas del coro, como una sola, respondían: “¡Shaft!”.

Si el lector piensa que esas palabras nunca pudieron sonar en una gala de los Oscar, está equivocado: la estatuilla a mejor canción para Hayes, por su trabajo en Las noches rojas de Harlem (1971) fue uno de los puntos culminantes de la blaxploitation (apócope de “ black exploitation”).

Hablamos de una corriente que apelaba a una presunta solidaridad racial (aunque quienes ponían la pasta, y quienes se la llevaban, solían ser blancos) para atraer al público afroamericano a filmes de rigurosa serie B, entre la comedia desquiciada, el terror y, sobre todo, un noir inspirado en las novelas de Chester Himes, Donald Goines y similares.

Si, atraído por la labor evangélica de Quentin Tarantino, el lector quiere ponerse al tema, quede prevenido de que a la blaxploitation se le ven a menudo las costuras de las prisas y el bajo presupuesto. ¿Cuáles son sus virtudes? Pues sus bandas sonoras gloriosas (Super Fly –1972– no valdría un ardite sin las canciones de Curtis Mayfield), su saludable desvergüenza (¿alguien se imagina las caras durante los pitches de Drácula negro, Blackenstein o The Black Gestapo?) y, sobre todo, actores tan carismáticos como Richard Roundtree, Fred Williamson (El padrino de Harlem, 1973) y esa Pam Grier que pasó de ser Foxy Brown (1974) a ser Jackie Brown (1997).

Y, claro, esa estética a la que sucumbió hasta Bond, James Bond: en 1973, con Roger Moore estrenándose en el papel, 007 viajó hasta Harlem para ponerse afro con Vive y deja morir. Pero a aquello le faltaba funk y le sobraba flema británica.

Sin embargo, la situación mutó entre los 80 y los 90, cuando los chavales blancos perdían la olla con el hip-hop y los pases de Haz lo que debas (Spike Lee, 1989) y Los chicos del barrio ( John Singleton, 1991) se llenaban hasta la bandera. Durante aquellos años eclosionó un cine afroamericano que parecía realmente capaz de ganarse a todas las audiencias y cuyos temas, más allá de lo que dicta el tópico, iban más allá de lo marginal y lo callejero: véanse títulos como la exitosa comedia House Party (1990) para probarlo.

En cuanto a la última década, véase esto: en noviembre de 2016, con las estadísticas señalando la alta afluencia de minorías en los cines (a los blancos, según parece, ahora les va más el VOD), Tyler Perry les arrebató a Tom Cruise y su Jack Reacher: Nunca vuelvas atrás el número 1 en la taquilla de EE UU con Boo! A Madea Halloween, una comedia pensada por y para los negros. Desde Twitter, Samuel L. Jackson aplaudió la jugada, cachondeándose de que el personaje de Perry (una señora afroamericana de poca paciencia y gran tonelaje) le hubiera "pateado el culo al tío Tom".

La era #OscarsSoWhite

Aun así, aún queda mucho por cambiar, y los Oscar son un buen síntoma. El hecho de que el grueso de votantes de la Academia esté compuesto por varones blancos de edad tirando a avanzada se volvió una causa célebre a partir de su edición 2015, considerada como la menos diversa racialmente desde que empezó el siglo. Dos años más tarde, la Academia se quitó la espina otorgándole Mejor película a Moonlight, pero nos tememos que el filme de Barry Jenkins quedó más en la memoria del gran público por aquel intercambio de tarjetas con La La Land. 

Por otra parte, cabe señalar la indignación de parte del colectivo afroamericano cuando Green Book (un filme sobre los derechos civiles, pero escrito y dirigido por blancos en un tono ciertamente paternalista) se llevó las categorías mayores. Y también la decepción de que Black Panther (la apuesta afrofuturista de Marvel) fuese más un acontecimiento político astutamente estimulado por la Casa de las Ideas que un filme realmente digno. Ahora está por verse cómo reaccionará Hollywood en la era post-disturbios: reconociendo con justicia el trabajo de sus profesionales de piel oscura, o tratando de cubrir esta disparidad con sus habituales paños calientes.

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