CINEMANÍA nº265

BLADE RUNNER 2049
CINEMANÍA nº265
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EL FUTURO ERA ESTO

1 2019. Desengañémonos, uno de los grandes valores de Blade Runner es que nos parecía plausible su visión del futuro. Ni replicantes, ni parábola del Gran Hermano, ni estados alterados de la conciencia ni conflictos éticos. Ni siquiera el mito de Harrison Ford, cuyo posmoderno duelo de cazadoras con su relevo Ryan Gosling actualiza el misterio. El milagro fue que esa Los Ángeles de 2019 de Ridley Scott con pantallas Sony, luminosos de Coca-Cola, coches voladores y mierda a tutiplén es, en definitiva, lo más parecido a lo que esperábamos encontrarnos cara a cara en el porvenir. Y su grandeza es que esto ha sido así hasta bien entrado el siglo XXI: incluso si llegara a durar un poco más la crisis en la que aún estamos y el presidente Trump sigue negando el cambio climático sin plantear soluciones, quizá todavía sea posible replicar una vida así de chunga a dos años vista en urbes de noche eterna y puestos de comida grasienta con toda esa lluvia ácida cayendo implacablemente. Cuidado que no vuelva a ponerse de moda Vangelis, que igual aún la liamos.

2 REPLICANTE CON K. Pero en realidad, aparte de de dónde se sacó Rutger Hauer el discurso de las lágrimas en la lluvia, Orión y la Puerta de Tannhäuser y qué diantres significa la K intermedia de Philip K. Dick (al parecer es “Kindred”, oh, cielos), el misterio más revelador que ya estaba en la película de Ridley Scott que ahora nos devuelve al futuro Denis Villeneuve (lo de 35 años después de la película, pero solo 30 años dentro de la trama es pelín raro) no es si Rick Deckard es humano o replicante. Aquel test de Voigt-Kampf nos lo dejó claro, por lo menos a los crédulos. El gran misterio ahora es qué puede pasar con todas las empresas que invierten en ese imaginativo product placement que inventó Blade Runner.

Al parecer, la película de 1982 fue un gafazo descomunal: Atari, Pan Am, RCA, Bell Phones… las grandes empresas que aparecían en pantalla entraron en una crisis tremenda a partir del éxito del filme, con pérdidas que llevaron a algunas a la desaparición. Ni Coca Cola se libró del palo, empeñada en reinventarse con aquello de la ‘New Coke’ a mediados de los 80. La esperanza es que, igual que Blade Runner superó esa condición de peli ceniza para la inversión, la nueva versión pueda orillar el gafe. Así sorteó Ridley Scott la ya legendaria crisis del título de la película: empeñados primero en ponerle Android, y más tarde en el engolado Dangerous Days (Días peligrosos), el bueno de Ridley, que se había gastado la pasta en comprar los derechos de un tratamiento de guión de William S. Burroughs sobre la novela The Blade Runner (Alan E. Nourse, 1974), se enfrentó al estudio por conseguir su título favorito. No hubo mal que por bien no viniera. Que entrase toda aquella publicidad luego fallida le dio la fuerza que ahora necesitarán Villeneuve y todos los que mantienen la esperanza en que el futuro se parezca a una peli de replicantes.

3 CINE DE TEMPORADA. “El Festival de Cannes son 11 días de éxtasis (la experiencia, no la droga)”. Semejante máxima se oía en Seducidos y abandonados, aquella curiosísima declaración de amor al cine en la que se desgranaban todos y cada uno de los defectos de ese amante infiel que son las películas para acabar concluyendo que su embrujo era más poderoso que su desdén: “La industria del cine es el peor amante posible: te seduce y te abandona una y otra vez, una y otra vez”.

Tras el subidón de Cannes antes del verano y el empujón de la Mostra de Venecia y del mercadeo de Toronto a finales de las vacaciones escolares, con septiembre y el otoño llega la temporada de festivales nacionales, ese Go Local de las películas que comienza en Donosti y corre como un reguero de pólvora por Sitges, Valladolid, Sevilla, Gijón y varias decenas de certámenes que demuestran que hay otro amor puro al cine, algo más fou que el que va pegado a la cartelera con los estrenos de todos los viernes, y que provoca viajes cinéfilos, sesiones abarrotadas entre semana, homenajes y otros fenómenos que en la sociedad casera y seriéfila de hoy parecen inauditos. Todo, además, en ciudades maltratadas por la distribución habitual, que demuestran su vínculo con películas, cineastas y cinematografías que no suelen tener eco el resto del año. Esta tregua, criticada a veces en clave interna por circunstancial y folclórica, es en realidad un milagro fruto del amor por el cine, la expresión cercana del mono más absoluto por las películas (la droga, no la experiencia).

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