A Senkichi Taniguchi le debió de llegar el cheque con los royalties y el flipe de la noticia desde Hollywood al mismo tiempo. Un cómico judío de Nueva York tomó su película 'Kokusai himitsu keisatsu: Kagi no kagi' (algo así como 'Policía internacional secreta, clave de claves') y le cambió todo el sonido para volver a doblarla y descubrir que los agentes japoneses que perseguían un microfilm buscaban ahora la receta para una ensalada de huevo. Bellas niponas (gracias al experimento luego las fichó James Bond), la voz de Woody Allen y mucho cachondeíto: la película de espías definitiva, el inicio genial de una carrera asombrosa.
Woody la había escrito con su amigo del instituto Mickey Rose, pero sus productores, que ya eran los posteriormente míticos Jack Rollins y Charles H. Joffe, no se fiaban de un novato como él, así que Allen, fan de Jerry Lewis, lo propuso como director. Sin embargo, como Rollins y Joffe se fiaban de Lewis aún menos que de Allen, éste acabó tras la cámara por vez primera. Con su sensacional libertad narrativa, con la que se adelanta a los términos mockumentary y autoficción, hoy de moda pero entonces sin acuñar. Con su comicidad. Con su genio.
Sigue siendo la mayor sátira de las revoluciones latinoamericanas. “A partir de hoy, el idioma oficial de San Marcos será el sueco”.
“He puesto en la película todas las ocurrencias divertidas que he tenido sobre el sexo, incluidas las que me llevaron al divorcio”.
Boris Grushenko es la literatura rusa pasada por el vitriolo estupendo, a ratos poético (esa escena en la que no hay nada en la nevera, y comen nieve), del genio de Brooklyn.
Era una peli de suspense, con un asesinato y secuencias de tensión a lo 'Misterioso asesinato en Manhattan'. Pero Woody las cortó en montaje al darse cuenta de que tenía entre manos una protagonista inolvidable y una historia de amor tan sufrida y corta como la vida misma.
No hay, nunca habrá, una manera mejor de idolatrar una ciudad, de sentimentalizarla. Woody Allen nos la sirvió en bandeja, en blanco y negro, latiendo al ritmo de las melodías de George Gershwin, con sus bellas mujeres y sus hombres neuróticos, una metáfora de la decadencia contemporánea. En definitiva, un motivo más por el que merece la pena vivir, junto a Groucho Marx, Jimmy Connors, el segundo movimiento de la sinfonía Júpiter, Marlon Brando y... el rostro de Tracy.
No es en absoluto autobiográfica, insiste el autor. Estuvo a punto de titularse Woody Allen No. 4 porque “no estoy ni a la mitad de altura que Fellini en 8 1/2”.
Mucho antes del hito digital de 'Forrest Gump', Allen y Gordon Willis ya codearon artesanalmente al camaleón Leonard Zelig con grandes figuras del siglo XX.
Mia Farrow cumplió su sueño de interpretar a una italiana, pero con la obligación de llevar gafas de sol perennes para ganar verosimilitud.
Cambios de actores, celos entre divas y un sonoro fracaso de taquilla. Todo ello mereció la pena para crear un romance que, este sí de verdad, trasciende más allá de la pantalla.
De una cena de Acción de Gracias a la del año siguiente pueden pasar muchas cosas: que un judío quiera convertirse al catolicismo, que descubras que te gusta la hermana de tu mujer o que las gafas de Michael Caine acaben pareciéndote atractivas. Otras no cambian: Allen es un hacha con los personajes femeninos y 'Sopa de ganso' nos salva del suicidio.
Una familia para quedarse a vivir en los años 40. Su filme más amablemente nostálgico, narrado por él.
Experimento chejoviano (parejas de finde en Vermont, todos aman a otra persona) que Allen tuvo que rodar dos veces para acabar igualmente en fracaso de taquilla.
Intimismo bergmaniano y paredes que oyen para su primera colaboración con Sven Nykvist, que fotografió a una Gena Rowlands reluciente pese a la depresión.
La madre gigante de Woody riñéndole (“¡No te cases!”) desde el cielo de N.Y., hito de este filme colectivo de Allen, Scorsese y Coppola.
En realidad son dos películas en una: la de pasión fatal protagonizada por Martin Landau y Anjelica Huston, y la romántica con el triángulo formado por Woody Allen, Mia Farrow y Alan Alda. Es una tragedia clásica inagotable porque todos los personajes tienen razones fuertes para defenderse en los graves conflictos que se juegan, y aún así (o bien por ello) asistimos a lo inevitable de su derrumbamiento. Por si fuera poco, en su despiadado final el pecador sale indemne y el tipo honrado pierde a la chica.
De aquellos polvos que le recetó un doctor chino vinieron los lodos que alienaron a Mia Farrow de su aburrida vida de ama de casa. La eterna duda de Allen a escena: ¿mereció la pena el buen rato?
Pedante e incomprendida, no es tan malo naufragar en un viaje desde Kafka al expresionismo alemán.
Un Allen supremo, camara en mano, dando vueltas alrededor de la pareja entendida como artefacto explosivo. Inconmensurable Sydney Pollack.
Entre pleitos judiciales y tabloides, Allen recuperó esta comedia de investigación criminal de un cajón de los 70, llamó a Marshall Brickman –su última colaboración, 14 años después de 'Manhattan'– y utilizó como terapia las payasadas de Diane Keaton, que sustituyó a Mia Farrow como protagonista y aportó las mayores dosis de humor. , La química inalterada entre Allen y Keaton lleva a imaginar a los Lipton como una suerte de Alvy Singer y Annie Hall, Agencia de Información.
El ambicioso dramaturgo John Cusack se pone las gafas de Allen para sacar adelante una función en la calle 42 protagonizada por una diva dipsómana que prefiere que “¡no hables!”., El dinero lo pone un mafioso a condición de que su chica, una corista con voz de pito y pocas luces, tenga un papel, y el matón que la vigila se revela como un guionista nato.
Remake televisivo para la ABC de un filme de 1969 basado en la misma obra teatral ('Don’t Drink the Water') de Allen: Guerra Fría y familia yanqui sedienta por Europa del este.
Goldie Hawn y Edward Norton cantaron por debajo de su capacidad para ser más realistas en un musical dedicado a Fred Astaire y los hermanos Marx.
Billy Crystal manejaba tan a gusto el Infierno como los Oscar en este maridaje de Bergman y Fellini.
Fue la última película con Susan E. Morse como montadora, función de la que se encargó desde que fue asistente de Ralph Rosemblum en 'Annie Hall' y recogió su testigo tras 'Interiores'. Su marcha, motivada por razones presupuestarias según los rumores, dejó una grieta difícil de reparar en las siguientes películas de Woody Allen.
Versión libre y jazzística de 'La strada' de Fellini, Allen escribió esta historia para rodarla después de 'Toma el dinero y corre' pero sus productores no le vieron la gracia. ¿Un guitarrista malencarado y egoísta tan hábil con los dedos como incapaz con las emociones? En efecto, no la tenía, pero era un material dramático excelente para alimentar una de las obsesiones del cineasta: la dificultad para ser un gran artista y a la vez una buena persona., , Demasiado mayor para interpretar a Emmet Ray –sí que aparece dando falso testimonio del talento del músico–, cedió a Sean Penn uno de los mejores personajes que ha escrito.
Tracey Ullman es de las humoristas favoritas de Allen, así que le escribió su papel más divertido.
Esta sátira sobre la lucha entre cine comercial y auteurismo sólo podía acabar gritando: “¡Gracias a Dios que existen los franceses!”.
De todos los álter ego que acumula Woody Allen, Jason Biggs es el único que tomó el relevo en pantalla: un joven escritor de comedia que recibe consejos de un veterano humorista. Los tintes autobiográficos abundan en esta revisión de 'Annie Hall' desde el pesimismo del nuevo milenio donde Darius Khondji fotografía una Nueva York tan sensual como Christina Ricci, quintaesencia de la novia de destrucción masiva.
¿La vida es cómica o trágica? Allen pone a Radha Mitchell en las dos tesituras, pero no acaba de decidirse.
La película favorita de Woody Allen, la menos graciosa, la más larga, tenía más de rusa que de británica. Aunque, con el permiso de Dostoyevski, no nos imaginamos en 'Crimen y castigo' una partida de ping pong tan sexy como la de Rhys Meyers con Scarlett Johansson.
Woody Allen se metía en un Smart y Scarlett Johansson en un bañador rojo inolvidable para, juntos, tratar de descubrir a un supuesto asesino, el aristócrata Hugh Jackman.
Extraño noir, casi polar, con trama angustiosa a lo 'Match Point', bien engrasada pero... ¿Colin Farrell y Ewan McGregor, hermanos?
La que se lió cuando Jaume Roures convenció a Woody para rodar en España (todavía colean los términos del contrato). Penélope Cruz (ganó el Oscar) fue lo mejor de aquella aventura de la que no nos creíamos ni siquiera lo único que nos era familiar: los escenarios.
De no tener a Woody Allen para hacer de Woody Allen, elegiríamos a Larry David, su otro yo perfecto. Más Woody que el propio Woody, incluso. Misántropo, hipocondríaco y, sí, amante de las mujeres jóvenes.
Papel para Antonio Banderas y cierre a la tetralogía londinense con uno de sus peores álter ego: Josh Brolin.
Como volver a hacer el bachillerato (de letras puras), pero sabiendo lo que sabes ahora. Y con Marion Cotillard y Léa Seydoux en la misma clase de francés. , Un modelo artesanal de máquina del tiempo respetuosa con el medio ambiente, sin fluzo pero con déjà vus, para ir y venir entre los nombres más amables de las vanguardias del arte en el París fou de los años 20 y disfrutar de unas vacaciones en casa de Gertrude Stein discutiendo con Luis Buñuel sobre sus futuras películas. Para colmo, este viaje de fin de curso junto a Owen Wilson (el sosias más empático que se ha buscado Allen) se topó con el sorprendente optimismo del guionista, ese seductor de gafas al que siempre le quedará París. Incluso lloviendo.
Segunda película con Penélope Cruz (una putana de rompe y rasga) y, hasta hoy, último personaje de Allen (tenor de ducha) en un filme dirigido por él.
Desamparada, caprichosa, frágil y narcisista. Jasmine, insoportable y enternecedora a partes iguales, se sienta al lado de los personajes de Keaton, Farrow o Rowlands en la constelación de papeles femeninos descomunales que, cuando se pone, Allen regala a sus actrices para que brillen. , A partir de ahí, Cate Blanchett construyó una Blanche DuBois con oportunos dejes de Ruth Madoff que le brindó un Oscar tan merecido como el que le faltó a Sally Hawkins.
Ilusionista de profesión y pesimista vocacional, Colin Firth viaja a la Costa Azul francesa de los felices años 20 para desmontar los trucos de una embaucadora Emma Stone, que tiene a una rica familia comiendo de su mano. Todo su nihilismo nietzscheano se tambalea al conocerla; como en el póster del despacho de Mulder, quiere creer. , Guiño para allenitas: la escena en el observatorio es un calco (¿o autohomenaje?) a la del planetario en Manhattan.
En la pijísima Rhode Island, Joaquin Phoenix es, cómo no, un turbio y deprimido profesor de Filosofía que no encuentra motivación hasta que se propone llevar a cabo el asesinato perfecto: desvinculado, desinterasado y en pos de un bien mayor., , Claro que no contaba con que una enamoradiza (física e intelectualmente) Emma Stone se metiera de por medio.
Vittorio Storaro y el digital irrumpen con fuerza en la filmografía de Woody Allen, modificando su aspecto hasta el día de hoy. Kristen Stewart y Jesse Eisenberg protagonizan el trágico romance de época a dos tiempos y dos costas (la soleada California, la melancólica Nueva York) que nos merecíamos todos los fans de Adventureland en una película tan triste como candorosa. Ah, y con Blake Lively como MVP.
Woody Allen volvió a dirigirse delante de las cámaras en su primera serie de televisión: un compromiso con Amazon Studios que considera una de las peores decisiones y experiencias de su vida. Pero oye, a cambio pudo trabajar con dos artistazas como la copa de un pino: Elaine May y Miley Cyrus.
Kate Winslet torturada y al máximo de revoluciones en un dramón romántico a lo Tennessee Williams tan teatral como Atlantic City, donde Juno Temple y Justin Timberlake son las otras dos esquinas de un triángulo amoroso condenado.
¿Qué le da Nueva York (y, más concretamente, Manhattan) a Woody Allen para que todas sus películas mejores automáticamente cuando se desarrollan allí? Timothée Chalamet es un Holden Caulfield a la deriva y pasado por el prisma alleniano mientras Elle Fanning da rienda suelta a sus ataques de hipo y Selena Gomez se postula como reina screwball. ¿A que eso no te lo esperabas?