Variaciones con repetición

¿Cuánto tiene que gustarte una película de estreno para verla dos veces en el cine con pocos días de diferencia? En los 80 sólo hacía falta tener ganas y no tener vídeo, pero, con los avances de la reproducción doméstica, la asistencia a una sala de pago para repetir una proyección reciente es una heroicidad que denota máximo interés, cierto aroma romántico y bastante tiempo libre. No me refiero a fenómenos de actitud fan que se retroalimentan del repetidor a corto plazo, sino de esa genuina sensación de que la primera cita no ha sido suficiente. Tampoco me pondré medallas cinéfilas: en lo que va de año sólo he repetido dos títulos, pero eso ya es tema del siguiente párrafo.

El mismo domingo de los últimos Oscar, con los deberes hechos, revisité la magnífica Comanchería. Despojado de la tensión argumental, me entregué a los detalles que se te escapan en su primera capa de violencia y desesperación. Era otra película, igual de buena, pero mucho más crecida en las pinceladas, como si yo mismo hubiera parpadeado en planos distintos a los del primer pase. Y eso que me había leído su listado de gazapos en la web IMDb (por citar uno: el coche que conduce Chris Pine cuando llega al control de policía no lleva matrícula).

La otra película que he repetido es El otro lado de la esperanza, de Aki Käurismaki; no había capas que desmontar, todo estaba ahí, tal y como el director lo había pensado, con su pasmosa lentitud plagada de frases cortas, gestos mínimos y chistes secos. En ese segundo pase me relajé en modo mantra, respirando al ritmo del montaje, y se me pasó volando. Debería seguir viéndola hasta fundirme con la película. Acabaría sumergido en la cabeza de Wikström, pensando igual, sintiendo lo mismo. Y entonces, sentado en una de las mesas del restaurante Kultainen Tuoppi, os vería desde la pantalla. Si ocurriera, sabed que seré muy feliz en esa otra dimensión.