OPINIÓN

El cine que mató a la estrella

El cine que mató a la estrella
El cine que mató a la estrella
El cine que mató a la estrella

Lo más llamativo del cine deplorable es la falta de autocrítica (los más optimistas la denominan “ausencia del ridículo”) que permite a muchas personas ponerse de acuerdo para que su trabajo resulte penoso. Ojo, no es lo mismo una producción deliberadamente “cutre” en el sentido más kitsch del término (la tradicional y casi nostálgica serie B) que una película ambiciosa en su origen que acaba sepultada en el lodo de la mediocridad. Cuando asistimos a una obra que nos emociona, divierte o sorprende en todos o algunos de sus aspectos técnicos y artísticos, es fácil dejarse llevar por la admiración: se trata de un sentimiento positivo, amable y cómodo, aunque raro por escaso.

Al arte deficiente, sin embargo, nos enfrentamos desde el sufrimiento, luchando contra la vergüenza ajena para terminar disfrutando de un modo extraño con el lado oscuro de su lejano hecho artístico. Es como si nos tapáramos la cara con las manos del buen gusto pero entreabriendo los dedos para ver la bazofia y preguntarnos ¿por qué? No hace falta irse a productos que el tiempo ha envejecido hasta el sonrojo (El tesoro de las cuatro coronas, de Ferdinando Baldi por citar una de miles): recuerdo el impacto que me causó Graffiti Bridge, el largometraje escrito, dirigido e interpretado por Prince en 1990. Los 80 habían sido suyos (en feliz afirmación atribuida a Bowie) y yo había gozado absolutamente elepés como 1999, Purple Rain o Sign o’ the Times, pero la visión de esa película hizo que los pilares de mi admiración por el músico se tambalearan irremediablemente. Lo sé, hablamos de cine, es otro lenguaje, pero que el propio Prince asumiera la autoría de un bodrio tan incontestable le confería a toda su obra una categoría distinta, rara y, desde luego, peor. Que coincidiera con el inicio de su declive ya es una apreciación personal y discutible.

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