OPINIÓN

'Tomboy': Boys Could Cry

'Tomboy': Boys Could Cry
'Tomboy': Boys Could Cry
'Tomboy': Boys Could Cry

Las niñas prodigio que quedaron atrapadas en mi corazón pueden contarse con los dedos de una mano. Pero si tuviese que elegir una falange para Michael y Laure, sería un sexto dedo inesperado, crecido junto al meñique. Un dedo que todos mirasen con espanto y aprensión, pero que sería mi favorito, y que ostentaría una sortija complicada, con una piedra azul del color de los ojos de Michael, del color de las aguas del lago en el que Laure, convertida en Michael con un sencillo complemento –un pene de plastilina deslizado dentro de su slip– se baña junto a los niños del nuevo barrio, y, sobre todo, junto a Lisa, su amor.

Céline Sciamma, esa estilizada y sexualizada heredera del Truffaut que sabía poner una buena mirada sobre la infancia, hizo de Tomboy una gran historia del encuentro de un ser consigo mismo y, al mismo tiempo, un cuento de primer amor. Érase una vez Laure, que un verano decidió, con gran éxito, jugar a ser Michael, o quizás, quién sabe, mostrar su verdadero yo. ¿Quién no ha decidido, en el preciso momento en el que ve a una persona que le gusta, que quiere ser alguien distinto, alguien que se adapte a lo que esa persona amada podría desear? ¿Y quién, al interpretar este nuevo papel, no ha sentido que es más uno mismo que nunca, que se siente a gusto en esta nueva piel?

Tomboy no da lugar a truculencias. Muestra un juego que, a los ojos de un adulto, va demasiado lejos y se transforma en un entramado peligroso, pero que en el mundo infantil no va más allá de una mentirijilla reparable. Al terminar de verla, una no sabe si ha visto una película de reafirmación, la historia de una mentira (o de una gran verdad) o una historia de amor. Tomboy se me abrió ante los ojos como un Boys Don’t Cry celestial, libre de violencias, sin consecuencias. ¿Poco realista? Quizás. Pero todos tenemos derecho a un cuento antes de dormir.

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