OPINIÓN

Saint Drew Blythe Barrymore

Saint Drew Blythe Barrymore
Saint Drew Blythe Barrymore
Saint Drew Blythe Barrymore

Los Ángeles, 1982. Plató del show de Johnny Carson. Drew Barrymore, una estrellita de siete años con vestido rosa y lazo a juego, cuenta su secreto: se le han caído los dientes de leche delanteros y lleva dentadura postiza cada vez que va a un tv show. Se saca la prótesis y la muestra. Después sonríe, con esa sonrisa suya que estremeció a Hollywood, que hizo berrear de ternura y simpatía a Kentucky, Sebastopol, Torrecilla del Jarama y a extraterrestres pánfilos más allá de Orión.

Alegres frases de calendarios motivacionales se agarran al “si la vida te da la espalda, tócale el culo”, o al “no hay nada que un abrazo no pueda arreglar”. Respeto, pero no comparto. Mi ramita de la que agarrarme cuando pendo sobre un fondo de barranco plagado de cuchillos, es llevarme la mano a los dientes delanteros. Ahí me siento a salvo, o al menos rozando la esperanza. Es una leve mímica de la icónica escena: Drew Barrymore sacándose la dentadura falsa. Un acto aparentemente banal, pero que dice mucho. Sobre todo, que ya estaba metida hasta el cuello en un mundo en el que incluso los procesos de dentición eran socavados. Finge que tienes incisivos, tómate esta copa, ¿te apetece otra raya? Y, sin embargo, a día de hoy, nadie diría que a esa Drew radiante de 43 años se le juntó la toxicomanía con Santa Claus, el alcoholismo con los peluches. Su lozanía actual me parece un milagro. Los incisivos falsos, la reliquia de una mártir que triunfó sobre el sufrimiento. Si ella pudo, todo es posible.

El fontanero usa todas sus armas, pero el váter sigue sin tragar. Me dice que la avería viene de las cañerías de abajo, que hay que levantar el suelo, pero que eso no lo cubre el seguro. Al oír 2.500 euros, siento un leve desmayo, me apoyo en el lavabo. “De acuerdo –le digo– levante lo que haya que levantar, destróceme el baño, ya veré cómo lo pago”. Me toco los dientes mientras salta el primer azulejo. Y entonces, milagrosamente, el váter empieza a tragar.

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