Murieron con las botas (de tacos) puestas

La retirada es un filón sin explotar, un reto que sólo los (cineastas) muy valientes o los muy futboleros se atreven a afrontar. Porque ahí está toda la mística de este deporte frente lo inexorable la vida, el interrogante que se abre ante quien entiende su profesión como una pasión y se ve obligado a abandonarla en la flor de la vida, como una primera muerte. No hay muchos golpes tan duros como el que acecha a quien de verdad ha sido seducido por el fútbol. Y, pese a la dificultad fílmica de retratar la emoción del juego, el cine sí puede transmitir la dureza del momento de la retirada: con su dolor y su noqueo vital. Es una lástima que no lo haya hecho más.

Un ex futbolista que no digiere su destino es un personaje existencialista perfecto. En España jugamos con la nostalgia en la inmensa y sportinguista Volver a empezar (José Luis Garci, 1982): fue la Guerra la que truncó la trayectoria futbolística de Antonio Albajara y el resto de sus pasiones vitales abocándolo al exilio. Pero quien mejor se ha enfrentado al adiós futbolístico es el cine argentino, un país tan pasional que ha mirado cara a cara a la tragedia inherente al fútbol profesional. La mítica Pelota de trapo (Leopoldo Torres Ríos, 1948) retrata la enfermedad cardíaca que acecha a un joven futbolista, el drama de las lesiones. Y 15 años después, Pelota de cuero (Armando Bo, 1963) se enfrenta al futbolista que no asume su declive (igual que otro clásico: El hijo del crack, de 1953) y que no puede vivir sin jugar. El final de esta película (trasunto de la historia real de Abdón Porte, el futbolista suicida de Nacional de Montevideo) es un zurriagazo como pocos en la relación entre cine y balompié. Esto es fútbol, quien lo probó lo sabe.

*Texto sobre Pelota de cuero (Argentina, Armando Bo, 1963) para la revista Panenka #64

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