OPINIÓN

Marisol

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Málaga, 20 de julio de 2010. Amanece. Pepa abre los ojos y observa el blanco de la pared. Sus ojos se acomodan a la luz. Le gusta esa casa, ese retiro de paredes rugosas, casi sin espejos. A veces ve reflejada su imagen en algún cristal, en el retrovisor de la moto, pero no le da demasiada importancia ni a la juventud que se fue ni a la vejez que se va asentando en sus rasgos. Baja al porche con uno de los conjuntos de lino que viste casi cada día. Arranca la moto y sale hacia el bar, donde le sirven lo de siempre –media tostada con aceite y tomate– en la mesa de siempre, la de la ventana. En otra de las mesas, una chica la observa con curiosidad.

Pepa chasquea la lengua. Cuando cree que ya ha pasado, ahí están de nuevo: alguien gritando ese nombre que no es el suyo, una petición de autógrafo. Esta vez, el móvil de la chica la apunta, intentando captar su imagen a hurtadillas. Pepa se levanta bruscamente y camina hacia la salida. En pocos segundos se oye el rugido de la moto alejándose. La chica se ha quedado muy quieta, avergonzada. Gregorio, el dueño del bar la mira con reproche: no le gusta que se moleste a su clientela, y menos a ella, que desayuna allí cada día, y que es, como dice la mujer de Gregorio, “una señora que no se anda con películas, por muchas que hiciera cuando era chica”.

“Mira la que has liao. Paga y te vas”, le dice a la chica con voz cansada.

La chica tiembla levemente. Deja unas monedas sobre la barra. Justo antes de salir, cambia de idea. Se gira y vuelve sobre sus pasos. Se acerca a la mesa de la ventana, en la que aún permanece la tostada casi intacta. Con la velocidad extra que aporta la angustia, coge el trozo de pan a medio comer y se lo mete entero en la boca, doblándolo, embutiéndolo con furia, tragándolo casi con dolor.

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