OPINIÓN

La censura del chándal

La censura del chándal
La censura del chándal
La censura del chándal

Viendo Lady Bird, convertida en un trapito sollozante y sintiendo que se me iba a partir el pecho, tomé mi medida habitual ante shocks emocionales fílmicos: me tapé los oídos disimuladamente y aparté los ojos de la pantalla para fijarlos en la pared. Solo así –perdiéndome tres escenas de la peli de Greta Gerwig, que es mi mejor amiga pero no lo sabe– conseguí controlar el llanto y mantener la dignidad en mi primer pase de prensa.

Lo de censurarme películas para controlar el cataclismo emocional es algo que viene de lejos. El visionado de E.T., el extraterrestre a los seis años me convirtió en un ser insomne que temía que un extraterrestre viniese a visitarla. Viendo La maldición de las brujas, en el momento en el que la niña raptada aparece dentro del cuadro, vomité sobre la alfombra de puro terror. Por eso, cuando a los once años llegó al videoclub Pulp Fiction y les imploré a mis padres que me dejaran alquilarla, ellos decidieron que había que proteger mi fragilísima psique. Accedieron, con la condición de censurarme trozos. Así que, por ejemplo, estando Marsellus a puntico de ser sodomizado, mi madre gritaba “¡Ahora!” y mi padre corría raudo a ponerse delante de la tele, tapando las imágenes mientras bajaba completamente el volumen.

Fueron largos años de pelis de mayores con censura, con mi madre gritando “¡Ahora!” y mi padre corriendo a bloquear las imágenes perturbadoras. El chándal de andar por casa de mi padre, una prenda noventera verde y morada, se convirtió para mí en la imagen del miedo, porque era tras ese parapeto donde sucedía el horror. Hasta tal punto fue así que años después, en la noche madrileña, un yonqui vino a pedirme la hora vestido con ese mismo chándal y, de puro terror retrospectivo, le di veinte euros que no me había pedido.

Mostrar comentarios

Códigos Descuento