OPINIÓN

Antoinedoinelantoinedoinelantoine

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En la pantalla, con una peluca blanca, está él. Susurro un “lo siento; no voy a poder”. La pareja de las butacas de delante se gira. Me levanto sigilosamente y repto por el pasillo oscuro hasta la salida. Tropiezo varias veces. Llevo los ojos cerrados. No quiero ver al actor anciano postrado en una cama. He toreado con desdén optimista los primeros signos de mi propio envejecimiento treintañero. He soportado cómo malograban o trazaban con dignidad sus carreras adultas las pequeñas estrellas que admiraba. Pero Antoine Doinel siempre debe ser Antoine Doinel.

Si me dan a elegir, lo prefiero repitiendo frente al espejo de forma obsesiva su propio nombre, el de su novia, el de la mujer de su jefe, de la que está enamorado, con una enajenación obsesiva. Después de ver esa escena, a los doce años, la imitaba, recitando con similar soniquete la serie de nombres, y colando entre todos mi nombre de pila, afrancesado para la ocasión. “Antoine Doinel, Fabienne Tabard, Christine Darbon, Sabine, Antoine Doinel, Sabine…”.

https://www.youtube.com/embed/_e2agcf7J7kLo confieso: hasta el otro día no había tenido el valor para ver la última película de la saga Doinel. Eso significaría poner un punto final. Finalmente, me expongo al filme. Como lo veo angustiada, apartando los ojos de la pantalla, bajando el sonido, negando a ese Doinel divorciado y perdido en líos de faldas, me pierdo los nombres, la trama. La escena final, en cambio, decido verla entera: es un sacrificio en pos de la madurez, del seguir adelante. Doinel sube la escalera de un edificio a toda prisa: ha entrado en razón. Ha decidido quién es la mujer de su vida. Golpea la puerta cerrada, le ruega que abra. Subo el sonido. Y, en shock, sin poder dar crédito a lo que oigo, escucho a Doinel pronunciar:¡Sabine! ¡Sabine!”.

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